Cuando pequeña, era una niña muy apegada a mí, y cantaba como agraciado zorzal. En ella se daban cita una gran timidez, la brillantez verbal, una inteligencia muy superior a la media y un hermoso aspecto físico, que solía ser pasto para la envidia y los agravios de sus compañeras. Era una soñadora, y yo alimentaba y protegía esos sueños para que no perdieran su preciada imaginación.
Con el paso de los años, los ideales y anhelos crecieron, se hicieron más profundos. Pero su timidez también se fue acentuando, hecho que la marcaba socialmente. Quería cambiar el mundo; sin embargo, fue descubriendo una dolorosa realidad. En todos los rincones del país que ella visitó, intentaron sacar provecho de su ingenuidad. Igualmente, de su belleza física y espiritual. Y un día se hastió y voló hacia tierras lejanas, donde continúa bregando por transformar una materialidad humana que difícilmente va a cambiar, para desgracia de todos quienes nos consideramos "normales"
Desde este apartado rincón de Chile, ahora medito y pienso sobre el carácter problemático de la condición humana. El hombre no solo "es", sino que se concibe a sí mismo como quiere ser. Y la irrupción de la mirada del otro, sus opiniones y juicios, colaboran en esta operación de existencia: nos transforman, deshumanizan, nos sacan del mundo y de nosotros. Nos obligan a mirarnos como los otros nos miran, a reformular constantemente el deseo de cómo quisiéramos que nos vean. Y aparecen las dudas, las críticas, el dolor interior, mental; o dicho de otra manera, el drama de ser diferente.
Mi vida en las últimas décadas está salpicada por la incómoda presencia de cómo los otros juzgan a mi pequeño zorzal. Para ella, y ciertamente para mí, es una condena: el infierno no es una cosa etérea, sino que se materializa en el examen censor, a veces despiadado, de los demás. Un ser esencialmente distinto a los otros no puede, no debe ser discriminado como una rareza, pues el propio concepto de "rareza" no se entiende si no es en relación con lo social, o sea, con el estatus de "normalidad" colectivamente aceptado e impuesto, a menudo de manera brutal. Me queda el triste consuelo de que así sucedió también con Jesucristo, dos milenios atrás.
Ahora queremos enmendar el rumbo, golpearnos el pecho en arrepentimiento y aceptar a los que son diferentes, incorporándolos dentro de la normalidad civil y socialmente aprobada; la legalidad. Nunca es tarde para hacerlo, acá y en todo el planeta. Pero los agravios de tantos años, las heridas y cicatrices producidas por los demás, no van a desaparecer tan fácilmente. Ninguna ley puede cambiar aquello.