Como es bien sabido, a medida que se envejece, aumenta el riesgo de enfermar gravemente producto del covid-19. De hecho, el peligro más alto de verse afectado a causa de este coronavirus lo tienen las personas de 65 años de edad o más.

A ello se suma el riesgo de morir. De hecho, si se observan las cifras a nivel nacional entre el 21 de marzo y 2 de octubre, por rango etario, casi el 85% de las muertes se ha producido en personas de 60 o más años. Y dentro de este segmento, la mayoría (28,41%) eran personas entre 70 y 79 años y el 25,47% entre 80 y 89 años.

Por ello es tan importante considerar la relevancia que tiene el cuidado de los adultos mayores en los denominados Establecimientos de Larga Estadía (Eleam), correspondientes a residencias o centros de apoyo para personas mayores que, por motivos biológicos, psicológicos o sociales, requieren de un medio ambiente protegido y cuidados diferenciados para la mantención de su salud y funcionalidad.

En el escenario de esta pandemia, su rol cobra una especial importancia, especialmente considerando que aquellos son los espacios donde se otorga protección a segmentos de la población mayor.

Con todo, es importante destacar que -hasta ahora- estos centros han estado lejos de ser el foco de contagios y muertes que sí lo han sido en otros países, donde las tasas de fallecimiento de hogares de ancianos se han disparado y generan altísima preocupación. Es el caso de España, por ejemplo, donde desde el inicio de la pandemia las residencias de ancianos se convirtieron en uno de los principales focos de coronavirus y su personal se vio sobrepasado, sin recursos para la atención médica en los centros.

Un reciente informe periodístico indicaba que alrededor de 19 mil personas han fallecido en residencias durante la pandemia del coronavirus en esa nación europea, cifra que da cuenta de la magnitud de la crisis y revela por qué es tan importante seguir preocupándose de esta situación en el país.

Un tibio sol veraniego de este año hacía resplandecer las calles de Puerto Montt y su marítimo paisaje. Dos diminutos polluelos de tiuque, aún sin plumas y muy desguarnecidos, se debatían tiritando sobre el suelo tratando de sobrevivir, luego de haber caído de su nido en un espigado árbol aquella serena tarde en la población Mirasol.

Pero no tardaron manos generosas en recogerlos y llevarlos a casa, escenario de esta miniaventura ecológica, que -practicando de primera fuente la mentada preservación de la fauna y medio ambiente- permitió auxiliar por algunas semanas en mi hogar a estos imprevistos visitantes. De inmediato, se puso en marcha un excitante operativo de rescate. Lo primero fue conseguir un canasto, apto para cobijarlos con soltura y protección durante la estadía de socorro. Tras la implementación de rigor, se decidió como lugar estratégico -seguro y al alcance de los tiuques papás, que los visitarían- el alero de nuestra vivienda frente a la calle. A la sombra y protegidos de vientos y lluvias. Con delicadeza y amor, cual valioso cristal, las dos avecillas fueron depositadas en su nuevo "nido". Asomaban las primeras plumillas en sus cuerpecitos y ya se observaba una diferencia de tamaño y vulnerabilidad entre ambos.

Como el hambre era evidente, hubo que proveerles al instante alimento (carnecita picada) para aves rapaces, que devoraron en un santiamén, proceso que se reiteraría con perseverancia -ordenadamente y en horario especial- en los días posteriores. Y con la permanente celosa presencia de "mami y papi", que vigilaban de cerca desde el techo y postes de alumbrado cercanos. Como también, colaborando en la dieta para sus polluelos, a los que llevaban despojos al mismo canasto donde "pensionaban".

Pronto, emplumaron y trataron de salir del nido, instalándose al borde del canasto primero y más tarde probando algunos vuelos, en los que también tuvieron ayuda humana. Habían crecido y lucían un espléndido plumaje caoba, salpicado de pintas claras. Y sus encorvados y filudos picos presagiaban emocionantes cacerías en su estreno en "sociedad". Llegado el día de echarse a volar, acompañados de mamá y papá tiuques, en acrobáticas maniobras, dieron unas cuantas vueltas alrededor nuestro y del hogar, -en son de gratitud y despido-. Lo que esta "familia" ha repetido de vez en cuando.

Hoy, me resigno a mirar el canasto vacío de ambos polluelos rapaces y a extrañar los sonoros graznidos paternos vigilantes, que me saludaban cada mañana al ir a trabajar. Y los busco en la tristeza del cielo gris, con el alma conmovida por aquel enternecedor mensaje ecológico excepcionalmente vivido.

Alejandro Gutiérrez Barría, periodista puertomontino

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