Una democracia que se debilita
Debemos admitir que, sumergidos en nuestra realidad local como estamos, muchas veces tendemos a ignorar o a mostrarnos indiferentes ante lo que ocurre más allá de nuestras fronteras nacionales y, en ocasiones, avergüenza un poco decirlo, de las fronteras de nuestra propia región. Pero también hay que admitirlo, las señales que nos llegan desde esa otra realidad nos están indicando que el mundo, si bien sigue siendo ancho como dijo Ciro Alegría, cada vez nos es menos ajeno. Y las señales que llegan pueden ser preocupantes.
En mi caso, el principal motivo de preocupación tiene que ver con el estado de la democracia. Y no es sólo que crecientemente, y a juzgar por las apariencias, en todas partes, son elegidos a las más altas responsabilidades políticas de sus países personas que viven haciendo equilibrios sobre la cornisa que separa a la democracia del autoritarismo y a veces de la barbarie. Es más que eso: tal pareciera que no sólo las normas de la democracia comenzaran a ser irrespetadas, sino que las formas de la decencia y el trato entre iguales que la democracia exige son también atropelladas por poderosos.
Y lo que resulta más triste: estos, en lugar de ser repudiados, reciben el aplauso de una masa que gusta de ver cómo se humilla al más débil o cree ver valorada su propia mediocre inteligencia al escuchar sus vulgares opiniones en boca de esos mismos poderosos.
"Ningún pudor"
La falta de decoro puede alcanzar cualquier nivel. El Presidente de El Salvador se enorgullece de que la principal obra de su gobierno sea una gigantesca cárcel convertida en un verdadero moridero para personas con o sin condena.
O en Venezuela, donde el régimen dictatorial de Nicolás Maduro no tuvo ningún pudor en no reconocer el triunfo del candidato opositor, no mostrar nunca las actas electorales y asumir otro mandato a vista y paciencia del mundo entero. Y la situación de Cuba, una dictadura en nuestro continente que se extiende por más de 66 años, donde sus ciudadanos viven en condiciones de hambre, pobreza y sin libertad alguna, o la de China, el gigante asiático con un sistema totalitario, sin libertades individuales, aunque su economía sea brutalmente capitalista.
En la cima de este tipo de comportamiento se encuentra -y ello agrega dramatismo a la situación- el hombre más poderoso del mundo: el Presidente de los Estados Unidos de América. Hace años Estados Unidos invadía países cuando estimaba que en ellos ocurrían cosas que, desde su majestad, consideraba inapropiadas. Hoy, Donald Trump simplemente declara su decisión de apropiárselos, como Canadá, o comprarlos, como Groenlandia. (A propósito de las intenciones de Trump sobre Canadá, obviamente en este país crece el enfado y se renueva con fuerzas su orgullo nacionalista).
Antes Estados Unidos imponía su criterio en el Consejo de Seguridad o en la Asamblea General de las Naciones Unidas, cuando quería impulsar su solución a un problema internacional. Hoy, como ocurre con relación al conflicto en Gaza, el Presidente de los Estados Unidos simplemente decide que la solución es que se vayan todos de allí e instalar en ese lugar hoteles de lujo. Y cada vez que el Presidente de los Estados Unidos de América hace o dice algo semejante, lo hace rodeado de gente importante o poderosa de su país o del mundo, que parecen aplaudir cada una de sus palabras.
"Regalarle una motosierra"
En estos días el Presidente de un país puede visitar otro y regalarle una motosierra a la persona que está destruyendo el Estado… para que lo siga haciendo, así como él destruye el Estado en su propio país. Y en el plano internacional parece claro que el orden que se basaba en reglas que incluían principios como el de soberanía, integridad territorial de los estados, derechos humanos y una Convención sobre lo que era y no era permitido en una guerra, parece desmoronarse día a día. Dentro de los países, y en la relación entre ellos, parece imponerse la ley del más fuerte.
Probablemente algo parecido ocurrió en occidente y principalmente en Europa, durante la primera mitad del siglo pasado. Caudillos audaces abusaban de la democracia hasta convertirlas en tiranías. Los gestos y actitudes de un Mussolini, un Hitler o de Josef Stalin terminaron por provocar el suicidio de Stefan Zweig, uno de los escritores y ensayistas más notables de ese momento, que luego de tener que abandonar Austria debido a su condición de judío, terminó refugiándose en Brasil.
Allí decidió quitarse la vida junto con su esposa, abrumado de tristeza -según dejó escrito- por el estado del mundo y por no creer que hubiese solución a ello en el futuro.
Inmediatez
Y eso ocurría en un momento en que las noticias todavía se comunicaban por telégrafo y no existían ni los celulares ni internet; ni siquiera estaba extendida la televisión. Hoy en cambio, cada una de las barbaridades que ocurren en otros países son conocidas en el nuestro casi automáticamente y generan, de la misma manera casi automática, imitadores. Esa inmediatez se ha extendido a todos los ámbitos.
Hoy una persona provista sólo de audacia e ideas simples, por intermedio de un podcast puede convertirse en breve tiempo en líder de miles o millones de otras personas no muy diferentes a ella. Y arrastrarlas a las aventuras más desproporcionadas o dañinas.
Nada de eso es bueno para la salud de la democracia, aunque no crea que contemplar esa realidad deba llevarnos a extremos de desazón como ocurrió con Zweig y su esposa. Creo, con toda modestia, que la sanación de la democracia comienza -como en el caso de muchas enfermedades- por ser conscientes de que el mal existe. No dejarlo avanzar como ocurrió en Europa el siglo pasado. Señalarlo con el dedo y denunciar su carácter dañino donde quiera que se presente, así sea en el poderoso Estados Unidos como en nuestro modesto Chile.
El escenario internacional también nos aporta ejemplos de ello. Donald Trump, no contento con haber logrado que el Presidente de Ucrania aceptara su extorsión y estuviese dispuesto a ceder buena parte de las riquezas de su país a Estados Unidos a cambio de no ser destruido por su poderoso vecino, Rusia (claramente el país agresor e invasor de Ucrania), decidió además humillarlo en público.
Para ello llevó a su adulador principal, su vicepresidente, a la presentación pública del ucraniano ante la prensa internacional -lo que ya era un exhibición humillante-, para que en ella cantara loas a su capacidad como diplomático y solucionador de conflictos. Fue más de lo que Volodimir Zelensky podía aceptar. Y no lo aceptó.
Frente a esa misma audiencia internacional no guardó silencio y, dicho en buen chileno, "les paró el carro" a quienes querían humillarlo. Es posible que no pueda escapar a la extorsión, pero pudo señalar al mundo la injusticia de la que está siendo objeto.
Fue un buen principio. Uno que mueve a la esperanza.