La gran traición
El 19 de julio de 1979 yo tenía 21 años y estudiaba Historia en la UCV. También era dirigente estudiantil y un decidido opositor a la dictadura militar. No ha de extrañar por ello que junto a mis compañeras y compañeros, celebráramos ese día, el día que los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional entraron a Managua dando término a la dictadura de más de cuarenta años de la familia Somoza, como una victoria propia.
Estoy seguro de que todos los jóvenes chilenos de mi generación, que entonces nos enfrentábamos a una dictadura en casa, lo sentimos así en ese momento y seguramente, como yo, lo seguimos sintiendo en los años sucesivos.
Porque lo que siguió no nos defraudó. El Sandinismo se apresuró a constituir una Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional que hizo las veces de poder ejecutivo y a la que incorporó a figuras políticas y sociales de un amplio espectro político, y un Consejo de Estado encargado del poder legislativo, también ampliamente representativo de los diferentes ámbitos de la vida nacional. Quienes esperaban una dictadura, quizás una nueva Cuba, deben haberse sentido defraudados en ese momento en el que Nicaragua logró resistir una invasión de "contras" financiada y entrenada por el gobierno de Ronald Reagan (sin conocimiento ni autorización del Congreso de los Estados Unidos), sin perder su talante democrático. Fueron los años en que me emocioné leyendo Nicaragua, tan violentamente dulce, el libro de ensayos que Julio Cortázar publicó en 1983, afianzó mi admiración por esa revolución que había otorgado libertad a un país.
Elecciones
En 1984, en las primeras elecciones efectuadas en ese ambiente de democracia y libertad, el pueblo nicaragüense eligió al comandante guerrillero Daniel Ortega como presidente de la república, acompañado por el escritor Sergio Ramírez como su vicepresidente. Parecía la consecuencia natural del proceso anterior. El FSLN no sólo había conducido la lucha armada en contra de la dictadura, sino que había sabido organizar con templanza democrática la reconstrucción social y política del país. Y esa opinión se vio reforzada en las elecciones de 1989, que dieron como vencedora a Violeta Barrios de Chamorro, opositora al gobierno de Ortega. Era la democracia en funcionamiento. Y el gobierno de la señora Chamorro fue sucedido por los gobiernos de Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños, que ganaron en elecciones libres a los candidatos del FSLN. La democracia seguía funcionando… pero hasta ahí nomás llegó, porque en 2005 fue electo nuevamente Daniel Ortega, quien decidió que ya estaba bueno de tanta democracia y acabó con ella hasta el día de hoy.
En las siguientes elecciones se reeligió mediante un fallo de Sala Constitucional de la Corte Suprema que declaró inaplicable el artículo de la Constitución que prohibía la reelección continua. Ese fallo fue declarado nulo por la Asamblea Constitucional, pero Ortega, ya en tren dictatorial, pasó por encima de esa decisión y se proclamó presidente, como siguió haciéndolo en sucesivas elecciones ahora acompañado de su esposa, Rosario Murillo en calidad de vicepresidenta. Esas elecciones han sido declaradas como no válidas por observadores internacionales y organismos multilaterales sin que hayan afectado a quien, desde hace años, domina la Asamblea Constitucional y el poder Judicial. Su más reciente reelección, en 2021, no sólo fue cuestionada, sino que no reconocida por muchos países. La razón es que Ortega se superó a sí mismo y, para no tener problemas encarceló a todos los candidatos que podían ocasionarle algún problema electoral. Y lo hizo encarcelando, además, a cientos de ciudadanos nicaragüenses, incluidos altos dignatarios de la Iglesia Católica.
Lejos quedó, así, la ilusión de libertad y democracia de los primeros años pues Ortega demostró que la única ilusión que valía era la suya… y se trataba del poder. Él, acompañado de su esposa, se terminaron por convertir en unos tiranuelos más de los muchos que han abundado en la historia caribeña y centro americana. Ambos han convertido a Nicaragua en una nación encarcelada y oprimida. Ni la economía ni el bienestar de su pueblo, ni la cultura parecen importarles, excepto conservar el poder. Son, pues, no sólo unos tiranos sino, sobre todo, unos traidores. Han traicionado la ilusión, la esperanza y la alegría de más de una generación. La alegría de los jóvenes chilenos que nos oponíamos a la dictadura en 1979 y que fue compartida por jóvenes y en general por demócratas en el mundo entero. Nosotros somos los traicionados.
El más reciente capítulo de esta traición fue el acto más feroz de pisoteo de los derechos humanos: despojar a más de trescientas mujeres y hombres de Nicaragua no sólo de todas sus posesiones y del derecho de vivir en su país, sino que también de su nacionalidad. La decisión afectó a religiosos como el obispo Silvio Báez que cumplía una condena de prisión ordenada por el régimen, a intelectuales tan prestigiados internacionalmente como la escritora Gioconda Belli y el escritor Sergio Ramírez, premio Cervantes de literatura y quien fuera vicepresidente del país en la época "democrática" del sandinismo según se ha dicho. Y junto con ellos activistas, políticos y periodistas. Al ser despojados de su nacionalidad, ellos han sido declarados seres humanos sin identidad alguna. Han sido declarados, en suma, inexistentes. En Chile conocemos de ese salvaje atropello a los derechos humanos, lo practicó Pinochet contra algunos de sus detractores, en particular en contra de quien fuera canciller de Salvador Allende, Orlando Letelier, quien pocos días después de ser despojado de su nacionalidad fue asesinado en Washington por un comando enviado por la propia dictadura.
Frente a hechos tan abominables no es posible no sentirse una y otra vez traicionado. No sentir que la traición se profundiza y se expande. Y por ello también resulta incomprensible -o quizás muy fácil de entender- que gente de izquierda que parece sensata y decente se resista a llamar a esa tiranía por su nombre o por el nombre con que la conocen los demócratas del mundo: dictadura. Y por eso, también, debemos valorar a Gabriel Boric, nuestro Presidente, que no se ha dejado confundir por el discurso populista o el pasado revolucionario de quien ahora martiriza a su país. Él sí lo ha llamado dictador y yo lo aplaudo por ello.