Conservo muchos amigos de centro-izquierda a quienes estimo profundamente. Son personas que tienen una visión progresista de la sociedad, con la cual a menudo no concuerdo; a veces sí. Pero lo que tengo meridianamente claro es que siempre he visto en ellos y ellas una actitud ponderada, prudente y respetuosa de nuestras tradiciones sociales, y por cierto republicanas. Algunos quieren realizar cambios, más profundos o menos profundos, manteniendo siempre lo que es la esencia misma de nuestro Chile: su característica de nación unitaria, de Arica a Magallanes. Son tolerantes de la diversidad, de la cultura y las opiniones ajenas; se puede dialogar sin caer en la violencia ni la descalificación abyecta.
Y luego tenemos una izquierda radicalizada donde campea la frivolidad y la hipocresía de sus intelectuales, progresistas en extremo. Esos para quienes el pensamiento único es el del que todo lo sabe, y que condena la política mientras la practica de mala manera, incluso con el matonaje, sino físico, entonces moral. Hoy no permiten hablar de moral -ciertamente no desde la derecha-, pues ejercen su monopolio de manera casi dictatorial.
Pues bien, ahora quieren imponernos el relativismo: la idea de que todo es igual, lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo, que el alumno vale tanto como el maestro, que no hay que poner notas para no traumatizar a los malos estudiantes. Y desde la Convención Constitucional, trataron de hacernos creer que las víctimas cuentan menos que los delincuentes. Que la autoridad es letra muerta, que hay que cambiarla por completo, incluso las más altas cortes de justicia. ¿Con qué propósito? El mensaje, el trasfondo, es que las buenas costumbres han terminado, que no hay nada sagrado, nada admirable. El eslogan de la ultra izquierda ahora consiste en que hay que vivir sin obligaciones y gozar sin trabas; nihilismo destructivo, puro y duro.
¿Exagero? Pues observen lo que están haciendo con los colegios públicos de excelencia, o con el civismo. Bajo nuestra mirada inerte, están matando los escrúpulos y la ética. Una ultra izquierda hipócrita que permite el triunfo del depredador violento sobre el emprendedor. Esa izquierda está ahora en la política, en los medios de comunicación, en la economía, en todo Chile. Le ha tomado el gusto al poder, y quiere mantenerlo a toda costa. La crisis en la cultura del trabajo -crisis que no valora ni premia el esfuerzo emprendedor-, es un asunto moral. Hay que rehabilitar la cultura del trabajo, es decir, la dedicación mantenida a través de los años.
Las mayorías revolucionarias en la Convención intentan dejar sin poder a las fuerzas del orden. Nos quieren vender la idea de que se ha abierto un abismo entre la policía y la juventud: los vándalos son buenos y la policía es mala. Los terroristas tienen mucha rabia, y "con razón". Como si la sociedad fuera siempre culpable y el delincuente, el asesino, inocente. Esa gente defiende los servicios públicos pero jamás usa transporte colectivo. Aman a la escuela pública pero mandan a sus hijos a colegios privados. Adoran la periferia, los sectores populares, pero jamás viven allá. Firman peticiones cuando se expulsa a un delincuente ilegal, pero no aceptarían que se instale cerca de su casa.
Son esos los que han renunciado al mérito y al esfuerzo, y que avivan el odio a la familia, a la sociedad tal cual es, y a la república. Y pretenden gobernarnos durante los próximos 40 años través de una propuesta constitucional odiosa, a la vista de todos y de la manera más cínica.