La violencia es uno de los mayores males de nuestra sociedad. Está en el lenguaje diario, en el trato en la calle y en el trabajo, se hace cada vez más presente en la delincuencia, está lamentablemente en la familia, que debería ser oasis de paz y amor.
Un salmo llega a decir que al hombre violento lo aborrece el Señor. Desde que Caín mató a Abel, por envidia, la violencia existe en el mundo. En el pueblo de Israel, elegido por Dios para preparar la salvación de la humanidad, se instauró la famosa "ley del talión" ("ojo por ojo, diente por diente", Ex 21,24).
Su objetivo primero fue refrenar la venganza descontrolada del que busca la justicia por su propia mano, proponiendo una reparación proporcional al daño causado, ni más ni menos. Jesús, en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 38-48), da un no a la ley del talión, la supera y trasciende. Llama a no oponer resistencia al que nos hace mal, con el famoso ejemplo: "si uno te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda.
Surge inmediatamente la pregunta: ¿es posible poner en práctica este principio sin caer en la resignación frente al mal o en dejar que la injusticia y la impunidad campeen en la sociedad? Jesús propone la "revolución del amor" (Benedicto XVI). El verdadero amor cristiano implica la justicia pero la supera. Los maestros de la ley enseñaban: "Amarás a tu prójimo" y odiarás a tu enemigo (esto último, no escrito en la ley de Moisés). "Pues, Yo les digo: "amen a sus enemigos, oren por sus perseguidores".
Esa actitud de devolver bien por mal inquieta al otro (¿por qué actúa así?), lo desarma; es una semilla que germina en la mente y en el corazón del violento y que tarde o temprano producirá el cambio en las relaciones personales o sociales. Piénsese en la revolución pacífica del Mahatma Gandhi en India. Es lo que decía san Juan Pablo II: "el amor es más fuerte".
El ejemplo lo dio Cristo, que asumiendo sobre sí mismo la injusticia la venció con su amor, muriendo y resucitando por nosotros y está vivo sembrando amor en el mundo.
Cristián Caro Cordero.
Arzobispo de Puerto Montt.