Ensayos reunidos
del mundo, de lo que nos hablan es de su ausencia.
Es la paradoja central que cruza La nueva novela y creo que es también el tema de fondo que subyace en muchas de las ponencias incluidas en este libro. El punto medular en Juan Luis Martínez no es el otro, no es la pertenencia o no a un nombre, no es la broma de las identidades; era demasiado complejo como para quedarse en eso. Su apuesta no era que algún día el más profundo y lúcido de sus estudiosos, Scott Weintraub, develara lo que llamó la última broma de Juan Luis Martínez: que los poemas del libro Los poemas del otro, aparecido bajo su nombre el 2003, habían sido escritos efectivamente por otro: por un poeta suizo catalán también llamado Juan Luis Martinez, sin tilde, que los publicó en 1976. El único inconveniente, y es insuperable, es que Juan Luis Martínez, el nuestro, había muerto en 1993, diez años antes del libro del 2003, por lo que jamás fue él quien publicó esos poemas y cualquier afirmación que se haga al respecto nos revela efectivamente los bordes de una broma. Porque sí hay una broma y es desternillante: Juan Luis Martínez planteó muchas veces su deseo de escribir un libro en el que ninguna línea fuera de él. Lo planteaba como una aspiración futura, como un ideal a realizar, cuando en realidad ya lo había hecho, y en ese balance ciego entre futuro y pasado no hay más otredad que la otredad del amor y de la muerte. No hay nombres. Juan Luis Martínez no publicó los poemas de Juan Luis Martinez y el alucinante lapsus de nuestro joven estudioso debería aparecer como una nota en La nueva novela. Más allá no podemos ir y tampoco podemos preguntarle nada porque él ya está fuera del lenguaje. La broma infinita es la muerte. Los poemas del otro son los poemas de la noche y de la muerte.
Pero hay un antes de esa noche. Hay una historia de la mirada. Yo tenía no más de siete años y volvía del colegio con mi abuela. Él venía en sentido contrario y la gente se daba vueltas para mirarlo. Era un joven alto, delgado, con el pelo muy largo, pero no fue eso lo que me llamó la atención, sino su cara, su extrema palidez, el ángulo saliente de sus pómulos. No había otra cara en el mundo que se le pareciera. Muchos años después volví a verlo, para entonces yo estaba en el último año del liceo Lastarria y ya había decidido que estudiaría ingeniería en Valparaíso. Lo vi desde una micro, fueron apenas unos segundos, pero sentí una súbita alegría, como si fuese la de una ratificación. Hubo una tercera vez: iba en un bus a Concón y de pronto él se subió, sentándose dos asientos delante mío, por lo que me dediqué a observarlo; volvió a impresionarme su cara, ya no estaba tan delgado, y sólo ese detalle revelaba el paso del tiempo. Dos meses después Eduardo Sanfurgo, director del Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad Santa María, del que yo era ayudante, me dijo que debía conocer a alguien. Enfiló su pequeño auto por las curvas del camino costero a Concón y se detuvo frente a una casa grande, sin vidrios en las ventanas, que daba al mar. Cuando me presentó a Juan Luis Martínez, entendí que el futuro es el rostro oculto del recuerdo. Mientras lo saludaba me decía sí, era la cara de Juan Luis. No he cesado de repetírmelo en todos estos años.
Vuelvo atrás. Como decía, vivimos unos años juntos y nos leíamos lo que íbamos escribiendo; yo era más poeta que él, pero él era más sabio que yo, y su influencia en mí fue decisiva. Creo que para él también lo fue. Hay una diferencia radical que creo está en la raíz de los rumbos distintos que tomó lo que hacíamos; yo escribía con palabras, es decir, con esas unidades autistas en las cuales no nos fue dada la dicha sino la compensación tardía de los poemas y de los sueños. Juan Luis amó la poesía con un fervor desesperado, impotente y visionario que las palabras no podían satisfacer. Su grandeza es que no reconoció los límites de la literatura, sino que le opuso al autismo de las palabras que tejen a las obras la dimensión múltiple de la historia. Las palabras de Juan Luis, su unidad de expresión, fueron libros enteros, épocas, historias, lenguas, mitos, sagas. Se dice que no escribió poemas; es una afirmación errada: los escribió todos. La nueva novela es antes que nada una vasta, radiante y extrema construcción que la poesía hace sobre sí misma.
Levanto los ojos de la página en que en este minuto estoy escribiendo y al mismo tiempo los estoy levantando desde el teclado de una máquina de escribir robada en la que hace meses veníamos intercambiando lo que escribíamos. Un año antes Juan Luis me había mostrado los primeros escritos de lo que llamaba Pequeña cosmogonía práctica. Eran unos breves textos de corte silogístico en los cuales convivían el absurdo, el humor y la lógica que me impactaron poderosamente, sobre todo uno: «El oído es un órgano al revés, sólo escucha el silencio». Esa inversión fue para mí crucial; aunque no le hubiese leído nada más, esa frase marcó mi vida para siempre. Bajo su influjo comencé a escribir lo que llamaría después «Áreas verdes», primero con temor, después con obsesión. El poema me tomó ocho meses e influyó a la vez en lo que son los grandes poemas lógico-metafísicos de La nueva novela. Recuerdo de golpe que el terrier de Juan Luis se llamaba Breton y que su imagen es la que desaparece en la intersección de las avenidas Gauss y Lobatchewsky. Lo acababa de escribir. Yo había tenido la máquina antes, había terminado «Áreas verdes» y estaba ansioso por mostrárselo. Nos intercambiamos las hojas y la frase con que él cierra el instante en que nuestras obras estuvieron más cercanas, ya he mencionado su tartamudeo, es entrañable: «Mi-mi-mira, Raúl», me dice, «yo-yo-yo no sé quién le está copiando a quién».
Continúo levantando los ojos y recuerdo que la máquina de escribir eléctrica es el resultado de un canje por una sofisticada cámara fotográfica. El dueño de la cámara era un francés apuesto y simpático del que nos habíamos hecho amigos. Había llegado hacía poco para dirigir el Instituto Chileno Francés de Cultura de Valparaíso y vivía solo en una espaciosa casa de Reñaca. Era ya de noche y entramos por una puerta trasera; nos había dicho que estaba invitado a una cena oficial con Salvador Allende en el Palacio Cerro Castillo, por lo que teníamos un par de horas para encontrar la cámara. Nos habíamos provisto de dos linternas y comenzamos a buscar. En un instante me apoyé en una pared sin darme cuenta del interruptor y se encendieron de golpe las luces de la casa. Fue un instante de pánico, pero finalmente dimos con la cámara. El dueño de la máquina de escribir era un fotógrafo chileno que vivía en San Francisco, estaba de paso y efectuamos el canje sin problemas. No lo recomiendo como método, pero en una pequeña máquina de escribir robada comenzó a reescribirse la historia de la gran poesía chilena.
Es un poco eso. En el revés herido de este mundo me unió con Juan Luis Martínez un pacto de amistad que en los años que siguieron ninguna de las maledicencias ni las trampas que tantas veces intentaron poner entre nosotros pudieron jamás romper. Hay gente que no entiende eso, que no lo entenderá nunca. Celebro la aparición de este libro que testimonia el lugar preponderante que la obra de Juan Luis tiene hoy en la cultura de nuestro mundo. Termino con una escena: estamos juntos en una feria artesanal y observamos a un hombre que está tallando un moái en madera en uno de los stands. Juan Luis lo mira con un interés creciente y se le acerca hasta quedar casi cara a cara con él. El stand se llama Rapa Nui y está desbordado de moáis de los más diversos tamaños. Los rasgos del hombre que talla ya no pueden ser más polinésicos y la música de la isla lo inunda todo. «Se-se-señor», le dice entonces Juan Luis, «pa-pa-para mí que usted no es de la Isla de Pascua».
Fue un breve tiempo feliz. Lo recuerdo y su tartamudeo me devuelve a la vida.
Juan Luis martínez fue un jóven poeta que tartamudeaba. Hoy su obra vanguardista es estudiada en todo el mundo.
Raúl Zurita
Random House 328 páginas
$20.000
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cedida