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Ateos, esnobs y otras ruinas

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En su Historia Personal del "boom" (1972 y 1982), libro que merece relectura, el chileno Jose Donoso (1924-1996) sugiere, con mustia pudicia, que la quinta silla de aquel cenáculo en movimiento, bien puede ser la suya, tras las de Julio Cortázar (1914-1984), Gabriel García Márquez (1927-2014) Carlos Fuentes (1928-2012) y Mario Vargas Llosa (1936). En vista de lo que ha sido el Donoso póstumo, reivindicado con exactitud "como el más literario de los escritores de nuestra generación" (Fuentes), a mí no me cabe duda de que el chileno fue la conciencia crítica, en perpetua querella, entre ellos. No sólo estaba llamado a ser el biógrafo/autobiógrafo de un grupo donde sobraban los malos corresponsales (con la excepción, otra vez, de Fuentes, a quien el chileno idolatraba), sino fue quien negó las características mas aparatosas del boom, acaso las mas sujetas a envejecer. Íntimo e intimista, desconfiado no sin buenas razones -las de la inteligencia, esa forma suprema de la autocrítica y no al revés como se suele creer- de su propia grandeza, Donoso dedicó al problema del diario literario la mayoría de las páginas que escribió, de tal manera que es probable que sus papeles, resguardados en lowa y Princeton, sean más voluminosos que su obra publicada entera

El más apolítico de un grupo de escritores a menudo obligados a identificarse ontológicamente con sus patrias y llamados a ser, de grado o de fuerza, el paradigma de la Patria grande, Donoso se dedicó cotidiana, neuróticamente a la literatura, a las formas escritas y reescritas del cuento y de la novela, con una dedicación flaubertiana, precisamente porque, a diferencia de sus celebérrimos amigos, le costaba acceder a los privilegios del escritor naturalmente dotado.

En él todo es trabajo y trabajo pesado: ir y venir por la piedra de Sísifo. No tuvo el encanto fácil y un tanto frívolo que arruinó a Cortázar, canchero e irresponsable y peor aún cuando va y viene de París. No fue, obviamente, un genio de la prosa como García Marquez, que durante décadas todo lo que tocaba se transformaba en oro (literario y del otro), ni un geómetra de la novela como Vargas Llosa, quien da la impresión de trasladar al papel lo que su mente ya elaboró, generalmente de manera impecable. Tampoco padeció de la grafomanía de Fuentes, incansable en su necedad de dejar, cada año, un libro peor que el anterior, un gran corresponsal a quien le faltó ese amigo verdadero que le dijera "este manuscrito no, querido Carlos".

Al contrario que él, el mundo privado de Donoso, si a la lectura de sus Diarios tempranos nos limitamos, está poblado de fantasmas bien prestos a la reprobación y al castigo, desdoblamientos del autor que lo invitaban a autoflagelarse, a borrar, a destruir. Reescribir, no escribir, como oficio.

El resultado, ya lo quisieran muchos narradores de la lengua. Sostengo que El lugar sin limites (1966) y El obsceno pájaro de la noche (1970), son dos de las novelas emblemáticas del periodo y aunque muchos de los cuentos de Donoso, el género que más amaba, han envejecido horrores, tengo debilidad por narraciones suyas asumidamente menores como Tres novelitas burguesas (1973) o La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1980), donde pone el ejemplo predicado en sus Diarios tempranos contra una literatura, la nuestra, que en los años de formación del chileno era pobre de solemnidad. Es curioso que Donoso lo diga pues en él mismo -y lo digo sin desdén- hasta la ligereza es trabajada, con los años con mayor felicidad, aunque me da la impresión -algunos lectores la comparten- de que el mejor Donoso fue quien culmina en 1970 su gran novela, prefigurado en los Diarios tempranos y que sus últimos libros poco agregan a la obra de un escritor que se agotó escribiendo y borrando, lo cual no se puede decir de muchos de sus colegas. En ese sentido, Donoso es más viejo que el eternamente joven Cortázar y le da al boom, un sentido de la mesura, discreto, mas propio de Juan Carlos Onetti o de Juan Rulfo.

En los Diarios Tempranos -editados y comentados con pericia por esa gran dama de las letras chilenas que es Cecilia García Huidobro- la intimidad se insinúa, aquí y allá, con himnos a la belleza de la amistad masculina tan decimonónica y a veces con menciones a pavores eróticos nunca del todo nombrados. Sin embargo, estos diarios -que para Rafael Gumucio son la gran novela inadvertida e inesperada de Donoso- entran más bien en el género de los diarios de trabajos a lo Brecht, la obra de un autor que, mientras estudiaba en Princeton en 1950, no se decidía entre ser Clive Bell o ser Marcel Proust, es decir el genealogista de un linaje o un afiebrado médium de la memoria.

Son páginas y páginas de croquis, gráficas, cuentas de cuartillas escritas y por escribir, listas, borradores (al grado que la editora colocó varios cuentos inéditos o no coleccionados en el apéndice) y reflexiones en caliente sobre la escritura más cruda y obsesiva. Las dimensiones del libro armado por García-Huidobro son engañosas. Por fuerza hay mucha paja. Da la impresión que Donoso escribía, a ratos, sus cuadernos de trabajo... para no escribir. A veces lo hace en inglés, su segunda lengua ("What Hardy does with moon, or Elizabeth Bowen with a room is a good standard. The characters have to give the atmosphere, not the autor".), los más de ellos dedicados a la tramoya y emsamblaje de Coronación (1957), su primera novela. Lo más tedioso, muy chileno (o muy de ese Chile, no lo sé) es la obsesión, entre heráldica y genealógica, por la novela de familia, lo que convierte al joven Donoso en un entomólogo buscando el fracaso en Los Budenbrook, de Thomas Mann, novela que rechaza con razones impecables aunque, para sus propósitos, le hubiera más convenido leer José y sus Hermanos, novela a veces creo menos frecuentada que Finnegans Wake. León Daudet luchó toda su vida contra la herencia, concebida como castración biológica; Donoso quería ser el hijo pródigo que deviene patriarca.

¿De que escribía el joven Donoso? Enumero en desorden. Fue un estupendo lector de José Ortega y Gasset (en los años en que el filósofo, en el camino de regreso a la España de Franc, veía perder su buena estrella) al cual le reprocha su "lirismo del intelecto", una manera de la masturbación; un admirador de Francois Mauriac que desprecia a Julien Green como un vil imitador del autor de El Mal; un decepcionado de Benito Pérez Galdós por culpa de Doña Perfect; un lector que juzga sin malicia y sin piedad (a propósito de La muerte de Artemio Cruz dice que el mal mexicano es cuando "el intelecto se disfraza de pasión" y encuentra en Ernesto Sábato "el fracaso de la metafísica argentina", tan cerca y tan lejos de Sur) el que tiene a El coronel no tiene quien le escriba como el libro perfecto escrito entre nosotros: alguien preguntándose, también, por qué Rulfo era el único de los grandes latinoamericanos que no tuvo que irse de su país para escribir su gran obra; un aspirante rechazado a ser alumno de R. P. Blackmur pero ajeno a la teorética, convencido, a la antigua, de que podía ser honrado y novelista a la vez.

También fue Donoso un enemigo de las novelas policíacas (¡hasta que encuentro a alguien con quien compartir ese repelús mío!); un lector alerta ante D. H. Lawrence, a quien, profetiza, nunca se verá entrar a pie firme en el canon (la palabra no se usaba en 1956), diga lo que diga Leavis, un admirador de H.A. Murena, el joven crítico de Sur, lo que honra a pocos; el joven turista que recorre Europa haciendo listas ingenuas de las mil y una maravillas con que se topa como lo hemos hecho todos; un novelista que presume de haber alcanzado a conocer al poeta Vicente Huidobro y que incluso publicó unos malísimos Poemas de un novelista, pero mostró escaso interés por la poesía a lo largo de su vida. En cambio, el teatro, cuando vuelve a Chile en 1981, lo salva del ostracismo, encontrando en esa tarea por naturaleza grupal mucho de terapéutico.

No falta, desde luego la famosa anécdota mexicana, cuando como colofón a una nota crítica de Donoso -entonces viviendo cerca de Cuernavaca- sobre Beber un cáliz, de Ricardo Garibay, una mano melosa escribió e hizo imprimir en negritas: "Muy bueno para criticar pero es una pobre bestia...", Fernando Benítez, al frente de Siempre!, donde apareció la ofensa, se disculpó pero nunca se supo quién fue el travieso. José Emilio Pacheco y Juan García Ponce, dos de los sospechosos, negaron por completo ser los autores del atentado. Juan Vicente Melo, quien al parecer no tenía vela en el entierro, llegó a adjudicarse el atentado.

García-Huidobro no organizó el material cronológicamente, de modo que cada capítulo va precedido de una elocuente presentación suya que nos permite conocer, por ejemplo, lo mucho que de naturalista había en Donoso, como cuando en Buenos Aires (su primer refugio cosmopolita y tal vez el decisivo) se encontró, muerta y desnuda, a madame Jeanne, una anciana exprostituta en cuya pensión vivía. De aquello que observó estupefacto -por exceso de realidad- nunca pudo hacer, hasta donde sé, el cuento soñado. Siempre, desde luego, lo suyo, su misión, era escribir una novela en verdad GRANDE -las mayúsculas son suyas- y la impresión que dejan estos Diarios tempranos (cuya tenebrosa secuela compuso su hija adoptiva, la suicida Pilar Donoso, en Correr el tupido velo, de 2009), es que el mundo de este novelista era demasiado estrecho -familiar- como para escapar de él y desplazarse por la memoria como Proust. Donoso le dio al boom la distinción de aquello que le había hecho: ese fracaso ordinario, del bueno, aquel que al resto de los ciudadanos nos sucede con frecuencia. Donoso fue un mortal entre semidioses y por ello la quinta silla no puede ser sino suya.

Algo de armario (y no me refiero a su debatida homosexualidad) hay en Donoso, niño malcriado (alcohol, para quien al final vuelve a la vieja casona criolla en busca de sosiego y algo de poder, ejercido desde una indiferencia desdeñosa. Polvo. Caen sobre su vida y su obra unas convenciones heredadas que el chileno, estudioso de como encontrarle el revés de la trama al realismo de su país, nunca logró romper del todo, incluso si las quebró en su vertiente más oligárquica y pequeñoburguesa. Acaso, en su escape a la Patagonia en 1945, sintió la libertad, cuando se dedicaba a sacrificar ovejas a las que les vaciaba la garganta con una puñalada certera, bien dispuesta para no dañar el vellón. Los pastores se las dejaban tiradas sobre el pasto, cuatro patas al aire, en espera de ser degolladas antes que devoradas por las gaviotas.

Christopher Domínguez Michael es uno de los críticos literarios más destacados de hispanoamérica.

Christopher Domínguez Michael

Ediciones UDP

En él todo es trabajo y trabajo pesado: ir y venir por la piedra de Sísifo. No tuvo el encanto fácil y un tanto frívolo que arruinó a Cortázar, canchero e irresponsable y peor aún cuando va y viene de París.