Este hermoso país se fundó en base a sencillos valores, con esfuerzo, trabajo y lucha por subsistir ante una naturaleza maravillosa, pero a veces hostil. Al principio, había labriegos cultivando la tierra productiva, con dedicación y cariño por lo que el destino entregó. Nada se construyó con rencor, pues éste no engendra buenos frutos, que perduren en el tiempo. Contrariamente. El odio hace que los frutos del quehacer humano se marchiten, y desvanezcan.
Con odio nadie llegó a tener una casa de madera, con listones pulidos y bien encajados a fin de que el diseño cubra de las tempestades. Tampoco hubo frescos en las iglesias que fuimos levantando, con paraísos pintados, arpas y música celestial, y un halo se proyecte de las cabezas para que la Virgen reciba la Anunciación. No hay grandeza en el odio entre hermanos; no permite que los padres puedan ver a sus herederos. El odio es un pecado contra la naturaleza, hace que el alimento se vuelva seco como el papel, y el trigo no de buena harina; hace que los límites de lo permitido se borren y nadie encuentre sitio seguro para vivir.
Si sembramos odiosidad, ninguna especie estará hecha para durar ni acompañar la vida entera, sino para venderse lo más rápido posible, antes que otros lleguen y la aniquilen. El odio se vincula y entronca con la envidia, y ambos se encargan de que los productos no lleguen al mercado, pues no hay ganancia que sea permitida, ni éxito que no genere rechazo. El odio está presente ahora, y se asemeja a una plaga. Mella el juguete en manos del bebé y achata la destreza de la madre que lo cuida, la distrae y preocupa por lo que flota en el ambiente, por lo que se ve venir. Jorge Teillier no trabajó con odio, tampoco Armando Uribe. Ni una sola obra fecunda nació con esas características, ni podría haberlo hecho y ser reconocida como tal.
A Solón le tocó vivir una época colmada de odiosidades, en la antigua Grecia. Pero no fue seducido por las pasiones del momento, y gobernó con paciencia, sabiduría; escuchó a todos, menos a los necios y los violentos, a quienes dejó al descubierto para que el propio pueblo rechazara sus oscuros objetivos. Otro tanto ocurriría unos milenios más tarde, cuando Mandela hubo de enfrentar las injusticias de su pasado, donde hombres que profesaban el fanatismo racial lo habían encarcelado, y mancillado su dignidad. Sin embargo, él no tropezó con el espejismo aciago del odio o la venganza, sino que guió a su patria natal por los senderos del reencuentro y la paz social. Con toda seguridad, sabía que el odio mata el amor adolescente, instala en el lecho la impotencia, y se interpone entre el hombre y la mujer.
Porque, el odio alimenta la revancha, se proyecta infinitamente en el tiempo, y produce sólo calamidades.