Conciencia ciudadana
En una sociedad democrática y abierta como la chilena, todos, en mayor o menor medida, debemos esforzarnos por evitar la ola de corrupción que hemos descubierto durante los últimos años. Los políticos que la practican son con toda seguridad los principales culpables, promoviéndola o aceptándola; los sobornadores, como causantes de la misma; los partidos políticos, carentes a estas alturas de la capacidad para combatirla, quienes con demasiada frecuencia se arrogan una autoridad moral inexistente para denostar a sus oponentes; el estamento judicial (jueces y fiscales principalmente), que en muchas ocasiones no ha dado la talla; las instituciones encargadas del control y fiscalización de la actividad administrativa, a menudo negligentes en su tarea; algunos medios de comunicación excesivamente politizados, silenciando o minimizando el fenómeno corrupto; la intelectualidad, poco comprometida con su erradicación; y la ciudadanía en general, tolerante con ciertos políticos corruptos, quizás porque aún no está consciente de que la corrupción al final termina pagándola de su propio bolsillo.
Las causas que propician esta perversión pública son múltiples, a saber: la excesiva partidocracia del sistema chileno, con sus imperfecciones y poder nebuloso; la profesionalización de la política, entendida en su peor versión, es decir como el hecho de "apernarse"; o el aún deficiente sistema de financiamiento de las entidades políticas. Otras, muy propias del ámbito municipal, son la crónica insuficiencia de sus recursos económicos; el débil régimen de incompatibilidades legales de alcaldes y concejales; o el deficiente sistema legal de control interno de sus actos económico-administrativos, hoy demasiado evidente.
Pero, por encima de todas las razones mencionadas anteriormente, la causa primera de los males en el sector político nacional es la falta de ética de muchos de nuestros servidores públicos, llegados a la política no por vocación ni espíritu de servicio, ni siquiera por ideología (a pesar de que desde los partidos más ideologizados se hace un permanente mal uso de este concepto), sino por simple y puro interés propio. En términos generales, ética es el sentido o la conciencia de lo que está bien y lo que no, de lo que se ha de hacer y de lo que debe evitarse. Sin embargo, nuestra vida pública está colmada de maquinaciones, intrigas y "trampas" que conducen a las actuaciones reñidas con la moral, que la ciudadanía ha conocido.
Así, los valores clásicos e imprescindibles para las personas que participan de la función pública (imparcialidad, honradez y probidad), han de ser complementados hoy con los nuevos valores de la eficacia y la transparencia, propios de las administraciones gubernamentales del siglo XXI. Difícil tarea para los Constituyentes.