Un problema de larga data en las ciudades del país y sobre el cual se han hecho múltiples esfuerzos para erradicarlo, es el relacionado con los basurales clandestinos. Se trata de pequeños focos en barrios o bien en áreas periféricas donde las personas depositan desperdicios, afeando el espacio público y a la vez contaminándolo.

Si bien el personal de aseo de los municipios hace ingentes esfuerzos por acabar con estos lunares negros, lo cierto es que se trata de un problema de compleja solución, ya que mientras es retirada la basura, al paso de los días nuevamente vuelven a recibir desperdicios, toda vez que el mal hábito de depositar basura en zonas prohibidas no ha sido erradicado.

Una estrategia que sí ha dado resultados en algunos lugares es agregar valor al espacio público en lugares que históricamente han albergado basurales clandestinos. Es así como además de una limpieza profunda de esos sectores, se han levantado plazas y áreas verdes que los mismos vecinos se han esmerado en proteger, ya que ayudaron a mejorar la calidad de vida en sus barrios.

Ahora bien, hay áreas en las que la presencia de basura es más difícil de erradicar, pues se trata de zonas más amplias o bien porque se instalan en la periferia de la ciudad. Cada urbe tiene sitios de este tipo, donde la lejanía o la escasa visibilidad conspiran para un mayor control ciudadano.

De ahí que para acabar con este problema, que afecta la calidad de vida de los propios vecinos, se hace necesario que toda la comunidad tome conciencia del problema y recurra a los canales habituales para deshacerse de la basura, esto es, depositándola únicamente en lugares permitidos y sacando los desperdicios generados en el hogar en los días en que pasan los camiones recolectores, o bien llevándola a los contenedores dispuestos para ello, en el caso de Puerto Montt.

De acciones tan simples como estas, pero que revisten gran responsabilidad en el cuidado del espacio público, las ciudades lograrán mantener sus barrios libres de basurales clandestinos.

Las redes sociales, tan en boga en la actualidad, a veces no ayudan a dimensionar las cosas en su verdadero significado. Hay personas que tienen miles de seguidores o amigos en ellas, pero en realidad no son amigos, ni siquiera se conocen y sólo mantienen un contacto esporádico, la mayoría de las veces sobre temas intrascendentes.

En cambio, conversando una vez con una persona que me exponía un drama personal de proporciones, le pregunté si había compartido esa situación tan dolorosa con alguna persona; me contestó que solamente lo había compartido con un amigo, un amigo de verdad. Con él se sentía respaldado, apoyado y entendido, aunque no le ofreciera ninguna solución.

La amistad es de aquellas relaciones humanas que más valoramos. En la mayoría de los casos, sólo cede en importancia a las relaciones familiares, que normalmente son más fuertes, pero juega a su favor que la amistad brota desde la libre elección y opción en la vida. Un buen amigo vale más que la riqueza, porque apoya, ayuda, confía desde la reciprocidad, la confianza y la gratuidad, y no desde una relación comercial.

Sin embargo, algo nos está pasando a los seres humanos. Distintos estudios indican que, en la sociedad moderna, cada vez tenemos menos amigos. Tenemos muchos conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, colegas de profesión, socios de agrupaciones, pero pocos amigos. Parecería que la sociedad moderna, con su interés de organizar cada vez más la vida de las personas y de establecer relaciones normadas bajo contratos, nos está restando la posibilidad de disfrutar de la sana amistad. Incluso ahora, en medio de la pandemia, vemos menos a los amigos porque pueden ser una potencial amenaza a mi salud y a la salud de mi familia.

La amistad habla de la oportunidad infinita de la humanidad. El amigo es alguien en quien confío, que me escucha y lo escucho. La amistad se sustenta en la aceptación recíproca. El amigo no juzga ni engaña; está ahí siempre para apoyar, aconsejar y nutrir desde el cariño y la aceptación incondicional. Por eso es un don, un regalo, que no se forja desde la simple voluntad, sino más bien desde la capacidad de descubrir la novedad maravillosa de otras personas que acepto con afecto. No es de extrañar, entonces, que Jesús de Nazaret haya dicho a sus discípulos "no los llamo siervos … a ustedes los llamo amigos" (Jn 15,15).

Fernando Ramos Pérez, arzobispo de Puerto Montt

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