Hemos pasado casi todo el año confinados, desde que empezó la pesadilla del coronavirus. Hemos experimentado el miedo y la angustia, la rabia, la solidaridad y también los duelos a distancia, más terribles aún por el forzado distanciamiento. Ahora, para muchos y muchas, apareció la tristeza. Algunos de sus signos son el mutismo (sin el bullicio de los encuentros cara a cara), el agotamiento y desgano hacia las actividades creativas o laborales; problemas de sueño, inquietud y un sentimiento de pérdida del sentido de las cosas que hacemos, al no tener ya perspectivas claras sobre el futuro.
Cada persona puede tener sus razones particulares para estar triste, pero hay temas que los compartimos entre todos. Entre éstos pueden estar la decepción de expectativas que luego no se concretan con el fin del confinamiento. O lo que es peor, todas las pérdidas que se han ido acumulando: vidas humanas, trabajo, vínculos, recursos. A lo que se suma una creciente crisis social con situaciones bastante extremas, la desconfianza en el mundo dirigencial, el rechazo a ciertas medidas confusas y contradictorias, y el agotamiento por lo que nos parece como una interminable cuarentena.
Las personas nos orientamos por dos ejes básicos; el espacio, que incluye el vínculo a los otros, y el tiempo. Hay algo surrealista en el paisaje de mascarillas en el que vivimos, donde parecemos "robots" en busca de un significado, y que hace que no reconozcamos al conocido cuando pasa por el lado. Ahora nos sorprenden los abrazos y demostraciones de cariño de un video o antigua película, como si pertenecieran a una época ya perdida. El distanciamiento con los otros nos aleja también de nosotros mismos. Nos cuesta imaginar el futuro pos-coronavirus y comenzamos a alimentar la nostalgia, añorando el pasado. Algunos jóvenes y también adultos niegan este presente y exigen que todo sea como si nada hubiera sucedido. Es una defensa ante lo mucho que hemos perdido.
Esto que nos está pasando se llama tristeza, que podría transformarse incluso en una depresión. La clave está en pasar de la impotencia, el sentimiento que abruma por aquello que no podemos hacer, a tener la capacidad de reconocer que hay cosas imposibles de realizar. Cuando la seguridad personal, la salud y la vida dependen de ciertas acciones (como usar una mascarilla o guardar el distanciamiento social), lo que cuenta es el consentimiento y la conciencia individual de que se está actuando de cierta manera en pos de un bien superior. Darse "cabezazos" contra el muro de la impotencia conduce a la pesadumbre o la tristeza. En cambio, aceptar los límites de lo razonable permite hacer lo que es posible en cada caso, sin caer en la engañosa nostalgia.