Dentro de las noticias más alarmantes de estos días se encuentra un informe de la Contraloría General de la República. Según ese informe, entre el año 2023 y el año 2024, más de 25.000 funcionarios o servidores públicos viajaron fuera del país mientras poseían una licencia médica; es decir, en vez de guardar reposo, ponerse el termómetro, e ingerir fármacos como la prescripción médica lo exigía, prefirieron viajar, hacer turismo y darse unos días de asueto.
En suma, esos 25.000 funcionarios obtuvieron licencias médicas para estafar al estado.
Conviene detenerse en el significado que esa conducta posee.
Desde luego, muestra hasta qué punto el discurso de los funcionarios suele ser contradicho por la conducta que llevan a cabo, de manera que el primero muchas veces opera como un disfraz de la segunda.
En efecto, quienes forman parte de la administración pública suelen elaborar una narrativa acerca de si mismos y de su propia función que destaca el apego al deber, al interés público y al bienestar social. Esa imagen suele, además, contraponerse, según quienes la sostienen y la divulgan, a lo que ocurriría en el sector privado: este estaría plagado de oportunismo, enamorado del lucro y ajeno a los intereses generales de la sociedad. En suma, conforme a esa imagen, la administración pública estaría compuesta por servidores públicos, personas ajenas al egoísmo y fanáticos del deber y del bien común, en tanto las empresas estarían infectadas de buscadores de rentas, gentes que buscan lucrar atendiendo sobre todo a sí mismos.
A juzgar por los datos de la Contraloría, ese discurso es falaz y no refleja del todo la forma en que quienes tienen empleos públicos se comportan. Hay en ellos, al parecer, tanto oportunismo en favor del propio interés, que el que se encuentra en cualquier sector privado. Pero como el estado es común o de todos, nadie vigila demasiado lo que se hace con los recursos (a eso, que advirtió tempranamente Santo Tomás, la literatura lo llama "tragedia de los comunes"), algo que en cambio no ocurre en las instituciones privadas en las que, al haber un dueño, existe mayor interés en cuidarlos.
El dato es muy relevante para un problema que ha estado en el centro del debate público el último tiempo y que puede resumirse en una pregunta: cuando un bien (como la educación o la salud) se financia con recursos públicos ¿significa que también debe ser provisto o administrado por el estado? En suma ¿los recursos que el estado destina a salud o educación deben ser administrados por agencias también estatales?
En la respuesta a esa pregunta que estará, sin duda, en los debates presidenciales, hay un argumento que ya no podrá darse, aquel según el cual esos recursos deben ser administrados por funcionarios pertenecientes a la esfera del estado, puesto que de otra manera serían presa del lucro o el egoísmo de los administradores privados. Porque lo que muestra este informe de Contraloría -cuya utilidad es difícil de exagerar- es que en la administración pública -centralizada o no y en las municipalidades- hay muchos pícaros y enfermos imaginarios que se sirven de las reglas para, en beneficio propio, despilfarrar recursos públicos.