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Para no volver a recuerdos dolorosos

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Mis recuerdos personales del llamado "estallido social" son dolorosos. Sólo evoco situaciones de violencia vandálica desatada, momentos de humillación de personas a las que se les obligaba a actuar de manera bufonesca y fascista para el gozo de matones que gritaban "el que no baila no pasa", la destrucción de lugares que eran espacios públicos de todos los chilenos, en definitiva, momentos de gran irracionalidad colectiva.

Pero más allá de esos recuerdos penosos, no puedo dejar de reconocer que, en las movilizaciones originales, esto es, antes de que los vándalos y grupos radicalizados se apropiaran de las calles, existía un sentimiento genuino de rechazo a situaciones que existían entonces y existen ahora. Situaciones que yo también rechazaba entonces y rechazo ahora.

Con el paso del tiempo quienes han analizado con más calma y seriedad ese fenómeno, desde el rector Carlos Peña al reciente ganador del Premio Nobel de Economía, James Robinson (muy vinculado a Chile y buen conocedor de nuestro país), han coincidido en algunos rasgos que parecen ser determinantes de su explicación.

De una parte, está el hecho que durante los primeros 20 años posteriores a la dictadura, Chile experimentó una situación económica envidiada por el resto de América Latina y admirada en el mundo entero.

El PIB prácticamente se cuadruplicó, creciendo a una tasa de 4,9% en promedio; la inflación se redujo de 27% en 1990 a 3.0% en el año 2010; la pobreza se redujo de 38,6% de la población en 1990 a 15,1% en 2010; mientras la extrema pobreza se reducía desde 13,0% a 3,7%. Incluso el índice de Ginni, que mide la desigualdad de ingresos, había mejorado desde el 0.54 que mostraba en 1990 al 0.45 que mostraba 20 años después.

Estándar de vida

Eso generó un cambio en el estándar de vida de la mayoría de la población, pero sobre todo, una suerte de revolución de las expectativas. En un país en el que todo parecía posible, todos aspiraban a más. Y la disminución del ritmo de crecimiento que siguió a esos primeros años significó para muchos una decepción: el país ya no seguía estando a la altura de sus expectativas.

Y estaba también la frustración. Quienes habían creído que la meritocracia los premiaría, que estudiaron en Chile gracias al CAE y luego en el extranjero gracias a las becas Chile, y esperaban por ello alcanzar un nuevo y más elevado estatus, se encontraron con un país que no crecía lo suficientemente rápido como para darles, a todos, todo aquello a lo que aspiraban.

Pero sobre todo existía otro malestar. Porque quienes se manifestaron pacíficamente -no los vándalos y grupos radicalizados oportunistas que aparecieron después- aspiraban a algo más que a aumentar sus ingresos: aspiraban a vivir en una sociedad más inclusiva. Era la conciencia de que, aunque aumentara el ingreso de los más postergados y disminuyera su pobreza, había en nuestro país quienes por el lugar en que habían nacido, su condición social de origen, los colegios en que habían estudiado, la atención de salud que habían recibido de pequeños, iban a estar siempre un paso atrás.

Iban a ser siempre relegados por otros que habían comenzado la vida con ventajas sociales. Y la evidencia de que quienes contaban con esas ventajas, eran, además, capaces de perpetrar abusos, colusiones comerciales, fraudes que les permitían incrementar su ventaja original.

Reclamo

El reclamo de quienes se movilizaron expresando su disconformidad por esta situación, su exigencia de cambios, fue aprovechado, sin embargo, por quienes sólo sentían resentimiento, envidia y odio a las instituciones. Delincuentes habituales, barras bravas y el crimen organizado se aprovecharon de ese sentimiento expresado en movilizaciones sociales y se apropiaron de las calles. Son los mismos resentidos que han expresado durante las últimas décadas su alegría o su pesar por un resultado deportivo favorable o adverso, destruyendo el mobiliario público (un amigo extranjero me comentó que Chile era el único país del mundo en que, cuando su selección de fútbol ganaba un partido, se salía a la calle a destrozar semáforos).

Y la primera víctima de esta violencia delictual extrema, una vez que ella substituyó al reclamo pacífico, fue la democracia. Porque la violencia es enemiga de la democracia y cuando es prohijada, amparada o explicada por políticos supuestamente demócratas, como ocurrió durante esos días, se ve aún más dañada. Muchos políticos y muchas personas decentes se dejaron emborrachar por la adrenalina que provoca la violencia o se dejaron embaucar por lo que creyeron era "la voz de la calle", sin darse cuenta de que era sólo el alarido bárbaro de la incivilidad.

Validación

Esa validación de la violencia como expresión política, aunque quienes lo hicieron hoy se arrepientan (las encuestas muestran que el apoyo al estallido no alcanza al 30% de la población, cuando antes se elevaba alrededor de los dos tercios), debilitó moral y estructuralmente a las instituciones (jefes de Carabineros todavía están siendo enjuiciados, mientras los vándalos que habían sido condenados por la justicia fueron indultados). Los políticos perdieron la confianza de los ciudadanos y, en general, el país entero perdió su autoestima y su prestigio internacional.

Hoy Chile está peor de lo que estaba en octubre de 2019. Porque al malestar que grandes mayorías experimentaban en ese momento se ha unido el terror que provoca el imperio del crimen organizado en casi todas las ciudades de nuestro país. Un predominio de violencia cotidiana -debo decirlo- del que no es ajena la sensación de impunidad e indefensión que dejó la fase violenta y delincuencial del estallido, y que, como señalé antes, fue organizada en muchos casos por el propio crimen organizado y alentada por una izquierda radical.

Sin atender

Lo único positivo que dejó esa experiencia es que ahora estamos advertidos. Sabemos que el malestar existe y que no ha sido atendido como debía. Somos concientes, también, que ese fondo de violencia que nos acompaña en nuestra habitualidad puede estimular la acción de resentidos y frustrados. Y sobre todo sabemos que la violencia descontrolada puede llegar a destruir nuestras instituciones y nuestra democracia.

Y somos nosotros, las ciudadanas y ciudadanos de a pie, aquellos que, como yo, sólo pueden recordar situaciones dolorosas de aquellos días, los que debemos exigir a los políticos y a las autoridades que tomen en cuenta ese conocimiento que ahora tenemos. Esa sabiduría ciudadana que hemos adquirido. Exigirles que comprendan la importancia de tener buenas instituciones, transparentes y sólidas, así como un sistema democrático funcional.

Decirles que sería bueno para todos que pudieran asumir sus propios recuerdos de este quinto aniversario y buscaran acuerdos sencillos que nos permitieran eliminar el riesgo de una repetición de hechos que ahora casi todos rechazamos y nos ayudaran a salir adelante como un país justo y desarrollado.