El Fiscal nacional y la niebla
Esta semana el gobierno ha propuesto al senado el nombre de quien, a su juicio, deberá desempeñar el papel de Fiscal nacional. En esa tarea debe despejar todas las nieblas para que así la ciudadanía conozca la deliberación en torno a su nombramiento.
De esa forma el nuevo Fiscal saldrá fortalecido y sin deudas.
Para advertir porqué ese imperativo de transparencia es, en este caso, fundamental, basta recordar las funciones que quien desempeña ese cargo está llamado a cumplir.
¿Cuál es la relevancia de ese nombramiento y por qué debe ser sometido al más estricto escrutinio público?
El Ministerio Público, cuya conducción le corresponde al Fiscal nacional, es el que en términos generales monopoliza la persecución penal que el estado realiza. En otras palabras, al Ministerio público le compete desatar, o intentar desatar, la coacción penal en contra de los ciudadanos cuando estima que alguno de estos últimos ha infringido la ley. Basta atender a esa descripción general, para comprender la vinculación que media entre la eficiencia de esa institución (la forma en que emplee los recursos siempre escasos), los niveles de control de la criminalidad que logre (lo que dependerá de hacia dónde esos recursos se dirijan) y el respeto de los derechos que exhiba (única forma de no convertir al delincuente en víctima del estado).
Al Fiscal nacional le corresponde guiar ese quehacer que la sociedad entrega al Ministerio público. Cuáles criterios habrán de aplicarse en la persecución penal, cómo habrá de organizarse ella, hacia qué crímenes se destinarán los recursos siempre limitados, qué tipo de relación poseerá con el poder legislativo y ejecutivo dependen de ese órgano y en medida importante de quién lo conduzca.
Así las cosas, es obvia la relevancia pública que ese nombramiento posee. Y por lo mismo es también flagrante la importancia de que su designación sea objeto de una amplia deliberación pública, en que las razones que se esgriman para rechazar o admitir su nombramiento sean dadas a conocer. E igualmente importante es que la ciudadanía conozca el punto de vista de quien ha sido propuesto, lo que piensa acerca de la política criminal, sobre los criterios a aplicar en la inevitable selección de los delitos a ser perseguidos, y acerca de la administración de los recursos que le serán encomendados.
Y es que suele olvidarse; pero la disminución de los niveles de criminalidad existentes (o su persecución) es un bien social que requiere recursos, siempre escasos. No se pueden perseguir todos los delitos (como no se pueden sanar todas las enfermedades, pavimentar todas las calles o evitar todos los accidentes) sino que es necesario, por razones de eficiencia, decidir cuáles merecen ser perseguidos y cuáles en cambio es inútil intentar hacerlo. Todo eso configura lo que pudiera llamarse una parte de la política de persecución criminal del estado cuyo diseño le pertenece en parte muy importante al Ministerio público.
Esa tarea no es una cuestión técnica, ni meramente funcionaria.
Se trata de un cargo de gran relevancia política porque supone priorizar recursos, valorar las urgencias sociales, decidir qué es grave y qué no lo es tanto desde el punto de vista del bienestar social.
Esa índole que el cargo de Fiscal nacional posee exige los mayores grados de legitimidad y de confianza ciudadana, y para alcanzarlos es imprescindible llevar adelante una deliberación abierta y transparente que permita conocer las razones que tienen a la vista los diversos órganos que concurren a su designación. Esa deliberación, sin embargo, hasta ahora, es más bien neblinosa y no transparente. Y remediar ese defecto quizá sea la más urgente tarea que en los días que vienen tendrá a su cargo el Senado de la república.