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Roy Harley, el ingeniero que vivió "el infierno" tras caer su avión en los Andes

HISTORIA. El 13 de octubre de 1972 una nave uruguaya capotó con 45 personas a bordo, casi todos rugbistas de ese país. A 4.500 metros de altura, algunos resistieron 72 días y hoy son parte de una de las mayores hazañas de sobrevivencia.
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Agencias

"Si el infierno existe, yo lo viví en la cordillera", dice 50 años después del martirio a 4.500 metros de altura que dejó escuálido Roy Harley, el ingeniero que esperó a estar jubilado para volver a hablar de la caída en los Andes del avión de la Fuerza Aérea Uruguay que transportaba al equipo de rugby Old Christians Club.

A las brutales turbulencias siguió el impacto y, ya sobre la nieve, la desesperación por sacar el pie atascado entre los asientos y la desmedida angustia por perder, al liberarlo, un zapato nuevo.

Así fue estrellarse, el 13 de octubre de 1972, en la que sería luego conocida como "la tragedia de los Andes" para este sobreviviente (muchos lo llaman "el milagro de los Andes") que rememora a Efe los detalles de la vivencia sobre la que calló durante décadas.

Noches largas

"Una noche es larga cuando la medís minuto a minuto, segundo a segundo. Es terrible", describe al recordar la primera de las que pasó en "el infierno" del fuselaje que durante 72 días fue en el único lugar de refugio para él y sus compañeros.

"Yo estaba de mangas de camisa y la única forma de sacarme el frío del cuerpo era abrazar a otra persona para darnos calor. En una noche que estaba con tormenta cerrada y no se veía nada porque era oscuro y (había) unos griteríos que se sentían", detalla sobre las fatídicas primeras horas en que esperaban un rápido rescate.

"Pensás que sos el centro del mundo, que todo el mundo se debe de haber detenido y es increíble, porque uno piensa que se cayó un avión y el mundo debe de estar buscando. (Pero) El mundo sigue girando y viviendo", reflexiona. Al cabo de los días, Roy depositó sus esperanzas en un sueño.

"Mi sueño era volver al Uruguay, soñaba con el verano y me imaginaba cómo estaba la cuidad y cómo se movía, qué estaba haciendo mi familia en ese momento (...) trataba de que la cabeza saliera de ese infierno, de llevarla a cosas que pudiera algún día alcanzar", rememora.

Recién iniciado en la carrera de ingeniería industrial, Harley se ganó en los Andes el apodo de "el ingeniero", porque estudiaba con alguien que era "un enfermo de la música" y puso a prueba ese aprendizaje para aumentar la ganancia de la pequeña radio cuya réplica hoy exhibe en Montevideo el Museo Andes 1976 junto a los cables originales con los que él logró hacer una antena.

"Aprendimos que bien temprano en la mañana la interferencia era menor. Entonces, empezamos a salir a las siete o las ocho, cuanto más temprano, mejor. Se escuchaban emisoras chilenas, todas hablaban del accidente del avión uruguayo", relata.

También alcanzaron a sintonizar emisoras de Uruguay. La peor noticia les llegó el 23 de octubre, cuando oyeron que la búsqueda había sido suspendida.

"Gritamos, lloramos pataleamos. Yo seguí escuchando la radio y en un momento el locutor dice que se estimaba que para fines de enero o primeros días de febrero del año 73 'se podrá ir a buscar los restos'. Nosotros éramos los restos, nos daban por muertos".

La decisión

Uno de los estrategas del grupo, Adolfo Strauch, aprovechó láminas de aluminio desprendidas del fuselaje para derretir la nieve y así tener agua potable, pero el paso de los días sin alimentos comenzó a distorsionar la percepción del tiempo.

"Nos veníamos debilitando y nos dábamos cuenta. Yo todos los días ¡trac, trac! buscaba un punto nuevo del cinturón, porque se me caían los pantalones, caminaba con más debilidad", describe Harley, que tras el rescate tuvo que ser hospitalizado, pues su peso de más de 80 kilos había bajado a unos magros 38.

El hambre, recuerda, desesperó a los sobrevivientes. Comieron pasta de dientes y con los cigarrillos terminaron haciendo un "té de tabaco", hasta "la suela de los zapatos" antes de llegar a la imposible decisión de usar el cuerpo de sus compañeros muertos.

"Tuvimos que tomar esa decisión y la tomamos; fue aceptada muy rápidamente por todo el grupo (...) hicimos un pacto; si alguno se muere, nuestro cuerpo está a disposición del grupo", dice sobre la parte más dura de la historia.

Los rescatistas

El rescate de los 16 sobrevivientes duró dos días y fue extremo. Ocurrió el 22 de diciembre de 1972 y los primeros en ponerse a salvo fueron Roberto Canessa y Fernando Parrado, quienes habían dejado maltrecho fuselaje en busca de ayuda y fueron encontrados por casualidad en el río Azufre, a la altura de San Fernando, Región de O'Higgins, por el arriero Sergio Catalán.

"No creíamos de que fueran los uruguayos, porque ya habíamos completado más de cien misiones buscándolos", recuerda el exsuboficial de la Fuerza Aérea (Fach) Ramón Canales, copiloto de uno de los helicópteros que participó en el rescate hace medio siglo.

La Olympus

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Harley quiso volver a la cordillera y organizó en 1994 un viaje en bus -"cargado con comida como para tres meses"- al lugar del accidente. Pero siempre ha tratado de "separarse" aquella vivencia para dedicarse a trabajar como ingeniero, a divertirse con su esposa y sus hijos. Ya jubilado, su amigo y compañero de odisea Carlos Páez (ver nota anexa) lo animó a dar charlas motivacionales como las que él impartía. En la intimidad, en tanto, Harley atesora algunos recuerdos que nunca vieron la luz, porque además de ingeniero fue el "fotógrafo" de la tragedia. Llevaba una pequeña cámara Olympus y siete rollos fotográficos que ahora se muestran en el museo de Montevideo dedicado al accidente.

Luchar contra los "noes", lección del niño mimado que sobrevivió en el accidente

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Luchar contra los "noes" que la vida pone en el camino es la gran lección que dejó a Carlos Páez, el "niño mimado" que en un abrir y cerrar de ojos tuvo que sobrevivir en la altura de los Andes tras el accidente aéreo de 1972, en el que "Dios era el copiloto pero no resolvió la historia".

"Miro mi vida pasada como lo hago por el espejo retrovisor del auto", señala al principio del libro que recoge su testimonio de vida este técnico agropecuario, empresario y conferencista que a sus 68 años se acomoda en un estudio rodeado de fotos enmarcadas, recuerdos materiales de una vida que cambió para siempre un 13 de octubre.

Ajustando ese retrovisor a una distancia de medio siglo, Páez cuenta a Efe las enseñanzas que como la cordillera le dejó plasmadas en la historia de su vida.

La lucha contra el no

"Yo digo lo que aprendí en los Andes y en los cincuenta años posteriores, porque en realidad la vida es un aprendizaje", relata Páez, que a raíz de su vivencia como sobreviviente de aquella odisea de 72 días, se ha dedicado a impartir cursos y dar charlas motivacionales a empresas y organizaciones.

Hay "otras historias grandes" de desastres, como el hundimiento del Titanic o la caída de las Torres Gemelas, pero "duraron muy poco", a diferencia del "proceso" de la conocida como "la historia más extraordinaria de supervivencia" protagonizada por un grupo de personas.

"Lo nuestro fue un proceso de lucha contra el no, de toma de decisiones, de tolerancia a la frustración, de adaptación al cambio y de encontrar recursos desconocidos que el ser humano tiene aunque a veces no nos demos cuenta", asegura. Ese espíritu de lucha resultó clave para triunfar en la batalla contra la angustia y la desesperación.

Entre los "noes" que tuvieron que enfrentar están el brutal accidente, "recibir la noticia de que no te buscan más", la decisión de "alimentarse de los compañeros muertos", la avalancha en la que mueren ocho más y el intento fallido de hacer funcionar la radio del avión.

"Lo permanente fue el 'no' y el gran mérito de nuestra historia fue que al 'no' le dijimos 'sí'", afirma Carlos Páez y citando a su padre recuerda que "sin obstáculos no hay estímulos".

Un niño mimado

"Yo era un chico que no servía para nada, un malcriado, un consentido que desayunaba en la cama, y de pronto me tocó vivir esta historia, pasarme 70 días con unos jeans y unos mocasines en las condiciones más adversas", recuerda sobre el joven que, aunque no pertenecía al Old Christians Club, se subió a aquel FAU 571 arrendado por el equipo de rugby.

Como recuerda en el libro "Después del día diez", "Carlitos" Páez había jugado "muy poco" al rugby en el colegio Stella Maris, cuyo equipo organizó el vuelo a Chile para un partido, y, lejos de ser un deportista, era un "niño mimado" que quería independizarse con su primer viaje en solitario.

"¿Qué fue lo que nosotros hicimos? Nos convertimos de golpe en una especie de máquina para vivir", confiesa. Saber que no podían contar con la llegada de ayuda exterior fue decisivo para salir adelante.