Colombina Parra cambió la guitarra por textos de amor
La hija de Nicanor Parra agarró la pluma y anotó escenas vividas junto a su padre, el antipoeta. En estas páginas comparte cuatro historias de su infancia, publicadas en "Otro tipo de música".
Un compañero de curso me había mandado una carta de amor que era, al mismo tiempo, una nota suicida. El teléfono no paraba de sonar. Era él. Mi papá leyó la carta y dijo: «No. No. Esto no puede ser. ¡Si es un niño!». Entonces decidió contestar el teléfono. Nunca lo hacía. Trató de calmarlo. «Mire, ¿ha leído el Tao Te Ching? Según Lao Tse, lo único que no podemos hacer es largar la oreja. Le voy a decir qué es largar la oreja. Cuando pierdes tu naturaleza de buda y empiezas a depender de si la otra persona te miró o no te miró has perdido tu naturaleza de buda. Quiere decir que estás largando la oreja. Cuando largas la oreja, estás perdido...».
Para mí, la conversación entre ellos no tenía sentido. Yo quería que le dijera que parara de molestarme. Estuvieron una hora al teléfono. Cuando colgó, me dijo:
-Lo calmé.
-¿Qué?
-Sí, lo calmé. Yo creo que él entendió todo.
Al día siguiente volví al colegio y apareció mi compañero.
-Hola, Parrón -me saludo, riéndose-. Tú papá me enseñó a no largar la oreja, así que cuidadito con andar largando la oreja.
Realmente había funcionado la conversación. En los recreos me perseguía para burlarse de mis piernas flacas y del tema de largar la oreja.
Nunca supe si realmente la carta que escribió fue en serio o en broma. De todos modos, le agradezco a Lao Tse.
Viviana
Cuando llegué al colegio en Santiago fue realmente desolador. Venía de una escuela ubicada en Isla Negra, donde todos los estudiantes cabían en una sala. Tenía compañeros de todas las edades. Cuando llegué a este nuevo liceo tenía cuarenta compañeros, todos iguales. Parecía una fábrica de niños. Me sentí rara de inmediato y me senté en el último puesto.
Estaba en tercero básico y el primer día me recordaron que venía de otro lugar. Se reían. «¡No sabe escribir!», me gritaban. Miré mi cuaderno y por primera vez vi mi letra. Era horrorosa. Tenían razón, no sabía escribir.
Mi compañera de asiento no hablaba. Era más tímida que yo. Tenía el pelo de un negro azabache. Era a la única compañera a quien tenía acceso. Todos los demás ya me habían negado, de partida, por mi caligrafía, su amistad.
Tiempo después otra compañera me trató de integrar al juego de la peluquería. Tenía que poner mi cabeza para que ellas hicieran peinados con mi pelo. Estábamos en medio de esta operación cuando una de ellas gritó: «¡Tiene piojos!».
De ahí en adelante quedé vetada para siempre.
Al mismo tiempo me liberé. Sentí que nunca hubiera podido encajar tampoco. Hubiera pasado a ser un medio con el cual entretenerse. Una especie de muñeca.
Mi compañera de asiento no hablaba. Sabía su nombre por la lista de asistencia. Se llamaba Viviana. Cuando me tocaba salir al recreo era la parte más complicada. Salir a deambular sola no era de lo mejor. Descubrí una sala en donde repartían leche con galletas, así que me ponía a hacer la fila, que a veces duraba el recreo completo.
Años después fui elegida como mejor compañera. No recuerdo si fueron cuarenta o cuarenta y dos votos. Creo que fue todo el curso. No entendí nada. Mejor compañera sin nunca haber hablado media palabra con nadie.
Algo ocurrió en mí. Una especie de signo de interrogación de las relaciones humanas.
Rayos de sol
Durante años mi padre reclamó que la casa que había elegido para vivir no tenía sol. Lo mismo pasaba en La Reina. Se castigaba recordando lo mal ubicada que estaba la construcción con respecto al sol. «Los arquitectos no piensan en el sol», decía una y otra vez.
Un día, cuando ya iba a medio camino en la arquitectura, decidí darle una sorpresa. Estábamos sentados comiendo causeo con la chimenea prendida y afuera empezaban a aparecer unos pequeños rayos de sol que, como todos los días, no entrarían a la casa.
Él andaba feliz y yo decidí que era el momento de hacer un agujero en la muralla. No sé si ya había visto la obra de Matta-Clark, pero en ese mismo espíritu empecé a romper la muralla. Con los primeros golpes soltó una gran carcajada. El agujero era de unos cinco centímetros. El rayo de sol entró caliente y brusco, como un trueno. Mi padre empezó a caminar de un lado a otro, celebrando la adrenalina del momento. Miró por el agujero y dijo: «¡Sigamos!».
Estuvimos en eso hasta que ya el pequeño agujero se convirtió en un gran ventanal por donde entraba no solo el sol, sino las palmeras, las gaviotas y las casas vecinas con torreones de arquitectura aristocrática.
Dejamos las vigas a la vista y solo pusimos un vidrio que a la semana se quebró porque la medida estaba muy al justo.
«Papá, me equivoqué», le dije. «Las medidas las tomé al justo y no consideré que el vidrio tiene que tener un centímetro de movimiento y se trizó». Siempre hay que dejarle un poco al vidrio. Así que seguía, asustada, dando explicaciones. Comprar otro vidrio de ese tamaño era una locura.
«No hay que cambiarlo», dijo. «¿Es que acaso usted no ha visto el vidrio de Marcel Duchamp?»
SHAKESPEARE
-Búsqueme el último diálogo de Hamlet con Ofelia. Después de eso, ella se tira al río -me dice.
Me pongo a correr por la casa buscando alguna edición.
-¿Encontró el diálogo? Es el último...
Lo empiezo a leer en voz alta.
-¡No, pues! ¿Qué es eso? ¿Quién escribió eso?
-Es una traducción -le digo.
-¡No, pues! ¡Esto se lee en inglés!
Clases de guitarra con clara sandoval
Sentada en la cama y apoyada en sus cojines de telas de todos colores, mi abuela parecía una reina, cuando un día tomó la guitarra para enseñarme cómo tenía que poner los dedos sobre el diapasón.
Después de enseñarme dónde iba cada dedo, se puso a canturrear encima con voz de cabeza. Una voz aguda, como un sonido que ya no existe.
«Esta canción se la hice a ese que está ahí», dijo ese día, apuntando con un rápido gesto al pasar en dirección a mi padre, que conversaba con la Yuca y se reían de unos papelitos. La parte que más me gustaba de la canción era cuando él partía en un buque navegando y la niña que lo quería casi se había muerto llorando. Ella, por encima de todo, aparecía en la canción como la madre fuerte, diciendo: «Déjenlo que se vaiga, la vida no lo sujeten, déjenlo que navegue cinco o seis meses».
Al final aparecía la nostalgia: «Cinco o seis meses sí, yo le escribiera, pa' decirle a Segundo que se volviera».
Colombina Parra es artista, compositora musical y arquitecta.
"Otro tipo de música"
Colombina Parra
Random House
188 Páginas
$12.000
Por Colombina Parra
"Él rayo de sol entró caliente y brusco, como un trueno. Mi padre empezó a caminar de un lado a otro, celebrando la adrenalina".
PABLO OVALLE ISASMENDI/ archivo AGENCIAUNO