La democracia puede describirse como el ejercicio del poder político dentro de un Estado a través de una división tripartita de competencias - ejecutiva, legislativa y judicial -, cada una de las cuales es ejercida por personas cuyos procesos de selección se encuentran íntimamente ligados y son altamente sensibles al poder del dinero. Ello resulta así ya sea porque estas autoridades son miembros de partidos políticos que necesitan de grandes aportes financieros para llegar al poder y mantenerse en él, o porque representan a instituciones y estructuras que los han llevado a sus altos cargos no para gobernar a su arbitrio, sino para cumplir una determinada función dentro de un plan estratégico de control y mantención del orden establecido. Incluso, cuando se pretende cambiar ese orden de manera radical, como sucede en la actualidad dentro la Convención Constitucional chilena, lo que se oculta es el propósito de unos pocos líderes políticos de crear un nuevo orden revolucionario que, en su futura evolución, se parecerá muy poco al que nos ha cobijado por más de 200 años de vida republicana.
Dado que el sistema democrático moderno se rige exclusivamente por el mecanismo de partidos políticos - aunque ahora se piense lo contrario en Chile -, sólo éstos pueden llegar a los votantes con sus propuestas y campañas electorales, y ello casi exclusivamente a través de los muy caros medios de comunicación masiva. Estos medios, sobre todo en los países desarrollados, son instrumentos ligados a grupos económicos que generan los ingentes recursos que anualmente se invierten en publicidad, fuente primordial de ingresos de todos los medios de comunicación social. Es una realidad que en democracia se podrá intentar morigerar, pero que continuará siendo así en un mundo libre y abierto.
Lo anterior no significa que no existan opciones, pues las hay, incluyendo por cierto a las redes sociales; pero dichas alternativas ofrecen esquemas de "opciones estructuradas". Puede que tres, quizás cuatro o cinco partidos políticos se disputen una elección, discutan y discrepen sobre un sinnúmero de aspectos menores dentro de un marco dado; sin embargo, sobre las cuestiones fundamentales de los grande procesos políticos y sociales, y la evolución hacia un nuevo orden nacional, existe una cierta unanimidad, principalmente entre sectores políticamente afines. De esta manera, podemos presenciar cómo al interior de la Convención Constitucional se imponen conceptos reñidos con nuestra idiosincrasia social y cultural, a través de un ejercicio aparentemente democrático, pero donde el control de un amplio sector radicalizado es total. Ideas como: varias naciones (o países) dentro de un mismo Estado, la apropiación de bienes y activos adquiridos o ahorrados con total apego a la legalidad, y la licuación de la libertad de expresión, presagian un futuro colmado de confrontaciones. El primero de estos planteamientos podría incluso acarrear conflictos de nefastas consecuencias.
El condicionamiento de las grandes mayorías no resulta fácilmente perceptible, pues en una democracia como la nuestra se evita caer en metodologías primitivas de manipulación, como las que se utilizaban en el ámbito de la Unión Soviética, por ejemplo. Más bien se trata de una poderosa orientación de la opinión pública, durante un largo período, a través de cientos de canales distintos y maneras diferentes, que conducen hacia una sola meta. La clave reside en convencer a la ciudadanía de que el sistema democrático y económico imperante subyuga a las personas, no permitiéndoles progresar. Se ofrece a cambio una utopía onírica que en ninguna parte del mundo ha funcionado bien. O peor aún, ha fracasado.