Hay quienes consideran que en el mundo actual estamos frente a una falta de democracia, o más bien, ante un defecto o una limitante superable. En mi opinión, la democracia - sobre todo en su acepción liberal -, como el régimen regido por el mercado y basado en la igualdad entre ciudadanos que son capaces de autogobernarse mediante elecciones voluntarias, comenzó a decaer en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, y después de esa conflagración no se ha vuelto a dar en plenitud.
Así, la representación popular, en cuanto a la idea de delegación de poder, se ha convertido en la representación en el sentido de una actuación teatral, o más bien televisiva. Es decir, la identidad entre gobernantes y gobernados se ha transformado en la identificación mímica con el líder de turno, donde priman los gestos y guiños para la audiencia, mientras que los anhelos de la ciudadanía se transforman en populismo político.
Ahora bien, cabe destacar a estas alturas que todos los conceptos políticos actuales tienen un origen teológico, pues derivan de la noción de soberanía, de un Soberano. El problema contemporáneo es precisamente el resultado del laicismo liberal, o la politización extrema de la idea del monoteísmo. En su origen, existe un paralelo entre un único Dios y un único soberano terrenal. Pero, mientras los monoteísmos religiosos a veces conservan importantes valores espirituales, los monoteísmos políticos conducen necesariamente al enfrentamiento, pues creen que pueden y deben imponer su propia verdad al resto, a todos (la democracia liberal). Ejemplos de lo último abundan, basta citar los acontecimiento de Afganistán. En el caso del fundamentalismo islámico, se tiene la verdad escrita del Corán; en el caso del fundamentalismo liberal occidental, existe la verdad de los bienes materiales y del mercado. De este modo, a una verdad espiritual (monoteísmo religioso), se responde con una verdad material; pero ambas se consideran como la única verdad a la que todo el mundo debe someterse. El resultado no puede ser otro que el conflicto.
El problema metafísico de fondo radica aquí en que el liberalismo occidental - base y pilar de la democracia moderna -, separa la vida del debido respeto a sí misma, sometiéndola al arbitrio de la persona, del individuo. No sólo eso, sino que además, en sus resultados ulteriores distingue entre unos seres humanos de rango personal y otros que están desprovistos de las características de personas (transformados así en una masa indefinida), poniendo a estos últimos a disposición de los primeros. Son los menos educados, los pobres, los excluidos.
Es así como podemos ver un flujo creciente de seres humanos privados de toda identidad jurídica y sometidos al control directo de la policía. En estos casos, y en muchos otros, prima una progresiva falta de distinción entre norma y excepción, lo cual va siendo configurado por la extensión indiscriminada de las legislaciones de emergencia. América como un todo no está ajena a estas situaciones tremendamente complejas y de penosa solución. Lo cual implica que el pensamiento contemporáneo deberá trabajar por una nueva idea de democracia más efectiva, por una política humana más abierta y sobre todo, inclusiva. Y para hacerlo, tiene que renovar la vieja doctrina política basada en la soberanía liberal, en sus conceptos de representación y derechos individuales, y construir un nuevo ideario tanto filosófico como político durante los próximos lustros.