Decepcionante ha sido constatar que a pesar de las múltiples recomendaciones acerca de mantener el distanciamiento social para frenar la expansión del coronavirus en el país, incluso con sanciones de por medio, haya quienes insisten en desafiar los riesgos de la pandemia, reuniéndose en aglomeraciones en la vía pública o bien en fiestas al interior de recintos comerciales u hogares. Es lo que sucedió en un inmueble de Puerto Varas durante la noche del sábado, cuando gracias a los llamados de vecinos, Carabineros llegó al lugar, desbaratando la fiesta clandestina y deteniendo a su responsable, un adulto de 33 años al que aparentemente poco le importan los peligros que representa el covid-19 para sí mismo, su familia y sus cercanos.

Contrariamente a lo que podría esperar la opinión pública, el detenido zafó más o menos fácil de su irresponsabilidad, al menos en la primera impresión, pues fue dejado en libertad aunque no sin antes quedar citado para comparecer ante el Juzgado de Policía Local de la comuna lacustre, en razón de los ruidos molestos que protagonizó. Pero lo más relevante es que ahora es objeto de una investigación por parte de la Fiscalía de Puerto Varas en función de la responsabilidad que le cabe al poner en peligro la salud pública, en el contexto del Estado de Catástrofe que rige al país desde marzo pasado.

Tristemente, el episodio de la ciudad lacustre no ha sido el único de su tipo en el país desde que se desatara la pandemia. Eventos similares, e incluso con mayor masividad, se han repetido a lo largo del territorio, vulnerando las normas sanitarias que impiden las reuniones de personas y el toque de queda, pero más que eso, atentando contra el sentido común que tanta falta ha hecho en las semanas recientes.

Para derrotar al coronavirus se necesita de la acción decidida del Gobierno para fortalecer la red asistencial, pero sobre todo del compromiso de toda la ciudadanía, sin exclusión. En la medida que se sigan reiterando capítulos como el de la fiesta clandestina, será muy difícil que el covid-19 sea erradicado de una vez por todas.

El ser humano se mueve entre dos polos: felicidad y dolor. Todos experimentamos en nuestra vida momentos de felicidad. Cuando nos sentimos felices, pareciera que todo nuestro ser se expande, surge en nosotros una sensación de plenitud y paz interior. En el otro polo está el dolor. Todos pasamos bajo su umbral. Algunos lo definen como una sensación desagradable o privación de bienestar o como una experiencia emocional asociada con una lesión. El dolor es una de las realidades más difíciles de la experiencia humana, puesto que desafía nuestro sentido de búsqueda de paz y felicidad.

Enfrentarse al dolor remece las heridas más profundas, conecta con las pérdidas, recuerda la fragilidad propia del ser humano y hace que el hombre se haga consciente de quien verdaderamente es. No existe nada que humanice más al hombre que el dolor, pues en él todos somos iguales.

Todos lo enfrentamos en algún momento: pérdida de un ser amado; enfermedad de un cercano o propia; el desamor; separación; pérdida de nuestro empleo; cuando nos toca vivir la pobreza, entre otras situaciones. El dolor invade nuestro ser más íntimo, un dolor a veces más intenso que el físico, un gran vacío que se expresa como un sentimiento de profunda tristeza que nos hace preguntarnos: ¿seremos capaces de vivir con eso que nos duele tanto?

Encontrar sentido al dolor es una tarea personal. Frente al dolor no podemos decidir tenerlo o no, sólo llega; lo que sí se puede hacer es aceptarlo y elegir qué actitud adoptar frente a él: positiva o negativa.

La experiencia del dolor provoca transformaciones en nuestra persona, nos libera de los miedos, de los prejuicios, nos hace más sensibles y más humanos, nos deja desnudos, enfrentados a nuestro propio ser. Puede transformarse en una gran oportunidad para despertar, ordenar nuestras prioridades y ocuparnos de lo verdaderamente importante. Con el dolor muere parte de nuestro ser, pero nace uno nuevo, nace un ser a la vida plena.

Hoy vivimos tiempos difíciles, tiempos en que experimentamos pérdida y dolor. ¿Será el momento de mirarnos, humanizarnos y reflexionar, también, en torno a nuestras experiencias de amor para buscar nuestro sentido de vida?

Marcia Palma, consejera

familiar de Cenfa Puerto Montt

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