Cuando nos encontramos con algunas de estas tradiciones, depende del ánimo de nuestra reacción, como lo veremos en algunos casos. Un caso me ocurrió hace años en Valdivia, cuando le pedía a uno de mis colaboradores, que me preparara un episodio de la historia griega. Se trataba de un desencuentro bélico entre Atenas y Esparta, donde uno de los jefes militares de apellido Pirro, ganó una de las batallas, pero con una gran pérdida de vidas humanas. Era poco menos que una derrota. Y cuando se caracterizaban hechos de tal naturaleza, la calificación era "una victoria a lo Pirro". Pero la errata anotó "una victoria a lo perro". Lógico que perdió toda su "gracia" Y mi colaboración obtuvo una mala nota.
Muchos años después, recientemente, me pasó a mí con mi colaboración a la Antología Anual Escolar, que preparan los Asistentes de la Educación Municipal, en el prólogo, que con muy buena disposición colaboro cada año, en las tres últimas líneas anoté lo siguiente: "En años que vienen nos sorprenderán (me refiero a los niños escritores) como ha ocurrido antes, como nos han contado varios de los inmortales (entre ellos Gonzalo Rojas), que han vivido en nuestro y para nuestra".
Hasta ahí, mi texto que sufrió dos traiciones, me cambió inmortales por inmorales y omitió la palabra final "satisfacción".
Los poetas son los que más sufren con estas picardías de las erratas. Neruda nos dejó su testimonio, que el poeta puntarenense Mario Muñoz Lagos (recién fallecido) nos contó en una de sus crónicas. Las erratas de los periódicos son frecuentes. Nadie escapa a ellas, porque forman parte del engranaje mismo de las publicaciones. Claro que nunca se hallan a esos mágicos duendes que cambian palabras o letras que muchas veces transforman totalmente lo que quiso decir su autor.
En su prosa tan característica, Pablo Neruda nos relata sus sinsabores en tres apretadas páginas, que tituló "Erratas y Erratones". En uno de sus tantos libros, Neruda escribió: "El amor que sentía por sus cosas, un verso que en parte decía: "El agua verde del idioma". Pero al leerlo con afecto de padre se encontró con "el agua verde del idiota". Con el correr de los años y muchos libros, esta indignación se fue atenuando, de todas maneras le causó muy poca gracia que en su poema "Farewell" le hayan transformado "besos, lecho y pan" con un desolador "besos, leche y pan". Algunos quisieron ver allí la mano misteriosa de un santurrín empedernido. Pero la errata que nunca perdonó fue el cambio del siguiente verso: "Yo siento un fuego atroz que me devora", que los duendes de la imprenta anotaron así: "Yo siento un fuego atrás que me devora". Terminamos con esta crónica recordando una práctica que duró muy poco: integrar a los libros una hoja con el título "Fe de erratas", pero en una ocasión, para no perder la costumbre, en la hoja apareció "Fe de ratas".
Carlos René Ibacache,
miembro de la Academia Chilena de la Lengua.