Es lamentable que Monte Verde haga más noticia por situaciones adversas, como los efectos erosivos sobre el sitio arqueológico del estero Chinchihuapi o riesgos de contaminación, que por la verdadera puesta en valor y desarrollo del más importante hallazgo arqueológico -a nivel mundial- que ha revelado que aquí en Puerto Montt habitó la más antigua civilización americana, según lo confirman las reliquias de más de 18 mil años de data encontradas en 1977 y 2015 por un equipo científico encabezado por el célebre antropólogo estadounidense Tom Dillahey.
No cabe duda, que ese invalorable prehistórico recinto, desde hace muchos años, que debiera contar con la más adecuada protección -tanto en el aspecto científico, como de integridad geográfica-, que garantice su proyección en el tiempo. Y que, sobre todo, facilite el acceso de la gente al conocimiento de tan portentoso descubrimiento, que ha remecido los cimientos de la arqueología global.
A 40 años del hallazgo, sin embargo, allí en Monte Verde no hay nada que exhibir que no sea el lugar mismo. No existe allí un museo que muestre las reliquias prehistóricas rescatadas. Tampoco hay un complejo recreador de esos primigenios asentamientos humanos, que vivían de la caza y de la pesca. ¿Qué se ha hecho en estas cuatro décadas, entonces, que si no fuera por la Universidad Austral en Valdivia, que ha acogido y preservado las piezas, estas ni siquiera a estas alturas existirían?
Así han pasado los años, al amparo de una endémica indolente e indecisa actitud, que no lleva a meta alguna ni a nada concreta. De otro modo, hoy, después de cuatro decenios, no sólo no se ha construido el Museo, sino que no se ha definido siquiera el lugar donde hacerlo, no obstante el sentido común y la experiencia internacional aconsejan levantarlo en el mismo sitio de la inédita exploración.
Se espera que los imperativos actuales en torno a la integridad y seguridad de Monte Verde, motiven a Puerto Montt, sus autoridades y habitantes, a darle -por fin- la estatura y categoría que amerita.