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Patricio Aylwin Azócar

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Por Carlos Peña*

Hay ocasiones en que la vida y las acciones de un hombre bastan para reflejar la época que le tocó en suerte. Fue el caso de Patricio Aylwin Azócar. El fracaso y el triunfo, la caída y el éxito redentor se reúnen en él como en un ejemplo.

En los años sesenta, cuando la democracia chilena principiaba a asomarse al abismo, nadie habría augurado el papel que habría de desempeñar en la historia política de Chile. La sombra de Allende, Frei Montalva, Jorge Alessandri, impedía que su silueta se dibujara. Enrique Lira Massi lo describió tan sano y tan inofensivo como una manzana.

Y es que nada hacia pensar que un político como él -que parecía destinado a la segunda fila- acabaría ocupando de manera brillante el centro de la escena, casi en el quicio de dos siglos.

Los vendavales de la historia que alguna vez lo hicieron fracasar a él y a la generación de la que formó parte, fueron también los que le permitieron convertirse en un político de excepción. El mismo confesó alguna vez que, durante un largo lapso, se sintió parte de una generación fracasada, un puñado de políticos que, por dejación, ceguera o simple ira, hizo naufragar la democracia. Pero él fue también uno de quienes, con decisión y voluntad firme, la recuperaron. Gracias a Aylwin la generación a la que él perteneció puede repetir lo del Parsifal de Wagner: a veces la mano que infringe la herida es la misma mano que la cura.

Aylwin supo, pues, saldar con creces lo que él mismo, durante algunos años de su vida, sintió como una deuda terrible.

A diferencia de otros hombres de su generación (Tomic, Valdés) que eran demasiado conscientes de su talento y se preocupaban de mostrar ante el público, como un hércules de feria, los biceps de sus destrezas y de su oratoria, Patricio Aylwin fue más bien consciente de las inevitables limitaciones de la condición humana. Él realizó de manera inmejorable aquello de que un hombre no llega tan alto como lo auguran las virtudes de las que presume, sino cuanto lo permiten las limitaciones que teme poseer. Fue, por eso, un hombre que reunió en si la rara combinación de firmeza de voluntad y humildad genuina; carácter y a la vez flexibilidad; y una sonrisa que a veces parecía esconder una leve resignación comprensiva. Sabía lo que quería y lo que debía hacer para lograrlo; pero tenía a la vez la sospecha que quizá no lo merecía.

Él mismo resumió en dos frases cuál era su espíritu.

La primera sintetizó en forma espléndida -y por lo espléndida, incomprendida- la visión que tenía de la tarea del político. Cuando dijo aquello de "justicia en la medida de lo posible" no estaba ejecutando un acto de renuncia anticipada, ni estaba genuflextándose ante las circunstancias, sino que reconocía simplemente que la realidad suele ser indócil y que la principal virtud del político consiste en saber sortear las dificultades que ella plantea sin arriesgarlo todo. Quizá porque era un hombre religioso, fue capaz de renunciar, a la hora de la política, a los anhelos de trascendencia que invitan a arriesgarlo todo, para preferir, en cambio, dar un paso cada vez, aunque con ello algunos desesperaran. En otras palabras, su deseo de trascendencia lo dejó para la hora final y nunca dejó que enturbiara la labor más escasa y de recompensa más mezquina que se llama política.

La segunda mostró su incomodidad con el Chile que, paradójicamente, él mismo había construido. "El mercado es cruel", dijo. Al expresar su incomodidad con la rutina de los malls y la expansión del consumo, mostró que el político no siempre ejecuta su voluntad, sino la ajena.

La política no hace justicia a toda costa (aunque el cielo se caiga, como decían los antiguos), ni sirve para realizar los anhelos personales (por eso pudo impulsar el mercado, aunque le pareció cruel).

Es difícil encontrar en la historia reciente dos episodios que expresen con mayor elocuencia la índole contradictoria, y extrañamente moral, de la política.

Aylwin salió del ostracismo que aguantó creyendo que pagaba un fracaso; lideró el triunfo del No; supo imponerse como candidato presidencial; pidió perdón en nombre de todos; reconstruyó las difíciles virtudes de la democracia, y vivió para contarlo. Vivió casi todo el siglo XX y pudo cruzar la difícil esquina que inicia el XXI y pudo disfrutar de la obra -la democracia de que Chile hoy día goza- que en buena parte él mismo contribuyó, con su carácter firme y su deseo sensatamente contenido, a ejecutar. Al final su mirada estaba ya opaca y sin brillo con el raro velo de los años; pero es seguro que a través de él pudo comprobar lo que debió parecerle el misterio final de la política democrática: una actividad erizada de tropiezos, trampas, dificultades y renuncias de las que, sin embargo, surge la mejor forma de vida colectiva que los seres humanos han logrado inventar.

* Carlos Peña es abogado y rector de la Universidad Diego Portales.