Cóndores
Despiertan los cóndores. Amanece en el Cañón del Colca, Perú, a casi cuatro mil metros de altura y los enormes pájaros se desperezan. Pero no vuelan. Aguardan a que el sol recaliente los desfiladeros creando las corrientes de aire cálido y ascendente sobre las cuales acostumbran planear. El día despunta entre los volcanes nevados, sin embargo la oscuridad en el fondo del abismo parece que no se abrirá nunca. El observador en su apostadero se impacienta.
De pronto abajo, a media altura del precipicio, algo como una laja de piedra negra se mueve, se separa de la pared vertical y parece que va a caer de cabeza al barranco. Justo antes las enormes alas del cóndor, de unos tres metros de largo, se despliegan. Dos aleteos desdeñosos le bastan para montarse en una racha cálida y planear sin esfuerzo. Sobre el río del viento que fluye por el desfiladero el cóndor no vuela sino que navega.
Asomado al borde del cañón para mirar ese portento el observador siente una peligrosa envidia del ave. Lo tienta arrojarse al abismo con los brazos abiertos para comprobar si el aire lo sostendría. Parece tan fácil. En sus sueños el espectador lo ha hecho muchas veces: volar. Casi ingrávido, pasar sobre los techos y las copas de los árboles, descubrir lo que hay en las azoteas, elevarse sobre la confusión de la ciudad, abandonar su laberinto…
Una pasada rasante del cóndor, casi a su lado, saca al observador de esas ensoñaciones riesgosas. Remontando en espiral las rachas de aire, sin aletear ni una sola vez, el gigantesco animal ha ascendido hasta el borde del Cañón del Colca. Y ahora pasa tan cerca que el espectador puede ver en detalle su cresta roja, su collar albo, las plumas al extremo de sus alas negras, separadas como dedos. Con esa "mano" parece que el cóndor estuviera saludándolo y hasta invitándolo a planear con él.
Otros vieron a ese gran pájaro de manera menos amable. En Alturas de Machu Picchu Pablo Neruda imagina una fiera: "Cuando, como una herradura de élitros rojos, el cóndor/ furibundo/ me golpea las sienes en el orden del vuelo/ y el huracán de plumas carniceras barre el polvo sombrío de las escalinatas diagonales/ no veo a la bestia veloz…".
Gabriela Mistral reclamó que el cóndor fuera expulsado del escudo de Chile. O siquiera degradado: "Menos cóndor y más huemul", exigió la poeta. El ave carroñera le parecía demasiado agresiva. Prefería el tímido y solitario ciervo de la Patagonia.
Lo de Neruda y Mistral eran licencias poéticas. Los cóndores son tan pacíficos como los huemules. Muy rara vez atacan. A diferencia de águilas o halcones, las garras de este buitre fantástico (Vultur gryphus) no pueden sostener una presa y apenas le sirven para caminar torpemente cuando se posa. El cóndor espera que los animales mueran solos u otros los maten, y entonces devora la carroña. Luego, trota cómicamente para despegar y a veces, si el peso de lo ingerido es mucho, fracasa.
El visitante al borde del Cañón del Colca piensa que todo lo que tienen de grandioso los cóndores en el cielo, lo tienen de ridículo y asqueroso en el suelo. El ave negruzca, de caminar tambaleante, que devora un animal semipodrido, no parece la misma que ese majestuoso señor del viento que puede elevarse hasta los siete mil metros y volar cientos de kilómetros sin casi batir las alas.
Pero algo semejante podría decirse del ser humano. Aquel que por las noches sueña con volar como un Ícaro, seguramente lo hace porque se siente torpe y deslucido en su vida sobre el suelo. Los sueños son el vuelo del hombre, se dice el observador. La realidad es la presa medio podrida que acá abajo picoteamos para alimentarnos.
El cóndor gira el timón de su cola, semejante a un abanico, para ascender un poco más en la invisible espiral de aire que va trazando. Al inclinarse el extremo de su ala en forma de dedos se agita, como despidiéndose.
POR CARLOS FRANZ*