Hoy se cumplen 28 años de la inolvidable visita a Puerto Montt, el 4 de abril de 1987, del -hoy santo- Papa Juan Pablo II, quien permaneció 4 horas aquel día entre nosotros: navegando en las aguas de la bahía rodeado de pescadores artesanales, recorriendo la avenida costanera en su papamóvil y presidiendo la santa eucaristía de los 500 años de Evangelización de América, donde hoy se yergue el museo local que lleva su nombre, mientras no cesaba de bendecir con su diestra en alto el soleado paisaje natural y humano, que aquella memorable tarde lo enmarcó y aclamó con tanto fervor.
Todavía perviven, con especial frescor, las sensaciones que dejó tan celestial huésped pontificio, cuando miles de pañuelos se agitaban al despedirlo. Fueron instantes en que la dicha de haberlo tenido algunas horas entre nosotros, de súbito se esfumó, al ver como su alba figura se diluía en lontananza del firmamento puertomontino, dejándonos entristecidos, casi inermes y huérfanos, mientras un gélido surazo agitaba las banderas vaticanas que lo habían recibido aquella tarde de abril en Puerto Montt.
Dieciocho años después, el 2 de abril de 2005, con motivo del fallecimiento de Karol Wojtyla, el heroico Mensajero del Amor y de la Paz, los puertomontinos volvimos a sentir el mismo frío y soledad de aquella vez de su despedida de nuestro terruño. Pero, al mirar la gran cruz metálica que se alza en el mismo sitio de la misa que presidió junto al mar, nos sentimos revivir viendo en ella el definitivo reencuentro de Juan Pablo II con Dios y la posibilidad de que nos siga protegiendo desde la morada celestial. Emoción que se hizo más patente y vivificante, nueve años después, cuando -el 27 de abril de 2014- fue canonizado santo de los altares de la catolicidad universal.
Por eso es que al cumplirse 28 años de la fecha en que nos visitó el querido Santo Padre, que dio su vida por la construcción del amor y la paz en el mundo, -recorriéndolo, incluso enfermo, para lanzar esa simiente en todos los rincones del orbe-, los puertomontinos lo recordamos con tanto cariño, admiración y reconocimiento. Y, sobre todo, concientes del privilegio de haber tenido entre nosotros, por algunas horas, a un verdadero santo de nuestros tiempos.