Los incendios, más la escasez de lluvias, han causado grave contaminación ambiental, muertes por accidentes debido a la poca visibilidad, congestión vehicular, atrasos en los horarios de clases y trabajo, movilización de personal especializado y uso de maquinaria pesada para remover las raíces y troncos del espinillo (chacay) que no deja de arder bajo tierra y despedir humo. No es aventurado suponer que varios incendios son intencionados, lo que plantea un desafío educativo y ético. Es claro que mientras no se llega a la raíz de los arbustos con agua o con maquinaria, el fuego sigue ardiendo. Esto hace pensar también en el ser humano: mientras no se llega a la raíz de su personalidad, a su alma y corazón, no hay cambio verdadero y no se controlan las pasiones del hombre viejo. Por eso, dice el apóstol Pablo: 'Precisamente, cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados', Dios -rico en misericordia- nos salvó gratuitamente por su Hijo Jesucristo, quien murió y resucitó por nosotros, y nos dio el Espíritu Santo como agua vivificadora de nuestra alma. Es lo que sucede en el bautismo, inicio de la vida cristiana. El mundo no entiende que Dios nos pueda salvar del mal moral (pecado), del temor a la muerte y de la acción del Maligno mediante la cruz de Cristo, a la que unimos nuestras cruces. Sin embargo, la cruz es la señal del amor de Dios, es 'fuerza y sabiduría de Dios'. Jesús, en el evangelio de hoy (Jn 3,14-21), afirma que 'es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en El tengan vida eterna'. Cristo sube a la cruz cargado con nuestros pecados y miserias, y obtiene el perdón del Padre -para toda la humanidad- por su obediencia, humildad y entrega total. Elevado en la cruz, es elevado a la gloria y derrama el Espíritu Santo vivificador. Creer es, entonces, acoger el amor de Dios que se nos ofrece en el Hijo crucificado y resucitado. Es lo que hacía exclamar a san Pablo: 'Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí' (Gal 2,20). El que cree pasa de la muerte -egoísmo, soledad, vacío, resentimiento- a la vida plena. Mientras no se acepta eso, se vive en las tinieblas. Ante la luz de Jesucristo, la humanidad se divide: unos prefieren permanecer en las tinieblas por incredulidad, orgullo o porque sus obras son malas. Pero, esa misma opción los juzgará. Otros, en cambio, aceptan la luz de la verdad y creen en el Padre, que nos amó tanto que entregó a su Hijo y así llegan a la unión con El, esforzándose en dar frutos de salvación.