Ante un niño recién nacido nadie queda indiferente. Hasta los más duros u orgullosos se inclinan para verlo de cerca y expresar su contento a su familia. Esto y mucho más sucede ante el pesebre de Belén, que cautiva por su sencillez, pobreza, amor y paz. La creación entera está allí en armonía en torno al recién nacido: los animales, los pastores, los reyes o sabios de Oriente, los ángeles, María y José. Es el paraíso redivivo. En la oscuridad de la noche brilla la luz: "El pueblo que andaba en tinieblas percibió una gran luz… porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is 9,1-2).
Pero, ¿cuál es el misterio de este niño? El es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre. Es Dios que en su Hijo hecho carne se pone a recorrer las edades de la vida humana, el mismo camino de todo ser humano. Dios comienza manifestándose como un "niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre". Pero, junto al rostro humano de Dios, el pesebre nos habla también de la dignidad "divina" de todo ser humano, de toda vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, pasando por todas las situaciones de precariedad o vulnerabilidad. En Jesús, todo es "palabra de Dios para nosotros": desde Belén hasta el Calvario, su adolescencia, su vida de familia y trabajo, luego su enseñanza, sus milagros y gestos, actitudes y silencios, toda su persona es Palabra de Dios. Precisamente, el evangelio de este domingo de la Natividad del Señor (cf. Jn 1,1-18), nos presenta a Jesucristo como la palabra única, perfecta e insuperable del Padre, que participando de la intimidad de Dios, ha sido el "arquitecto" de toda la creación, cuya grandeza y hermosura nos hablan del Creador. En su Palabra, Dios lo ha dicho todo. "Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra", decía San Juan de la Cruz. Esta Palabra hecha carne que es Cristo, habita en medio de nosotros, en su Iglesia (Eucaristía), en los necesitados y en el alma de los bautizados. Ha de ser escuchada en silencio y responder a ella con la fe y la prontitud del amor como lo hizo María y José.
Cristián Caro Cordero. Arzobispo de Puerto Montt.