J esús se dirigía a Jerusalén, pasando a través de Samaría y Galilea, y al entrar en un pueblo, diez leprosos le pidieron que tenga compasión de ellos. Jesús les dice que vayan a presentarse a los sacerdotes y, mientras iban, quedaron sanados. Pero sólo uno de ellos volvió glorificando a Dios, y cayó en tierra dándole gracias. Se trataba de un samaritano. Jesús pregunta por los otros, pues ninguno de los nueve volvió a dar gloria a Dios, sino un extranjero. Finalmente le dice al samaritano que por su fe ha sido salvado (cfr Lc 17, 11-19).
La persona que sufría la enfermedad de la lepra era considerada impura, de modo que vivía marginada de la comunidad (cfr Lev 13, 45-46). En el fondo, era discriminada, debiendo vivir en la soledad. Era como vivir una especie de excomunión, un rechazo de la comunidad. ¿Qué hace Jesús? En vez de discriminarlos, rechazarlos o condenarlos, busca el modo de reincorporarlos a la comunión con los demás. Jesús todo lo hace por compasión o amor. Algo similar ocurre con Naamán el Sirio, quien al ser curado de la lepra, es capaz de reconocer la grandeza de Dios. Por eso promete ofrecer holocaustos y sacrificios al Señor (cfr 2 Re 5, 14-17).
Los únicos que agradecen su sanación son los paganos, los extranjeros, los que no eran israelitas.
Si observamos el mundo de hoy, nos damos cuenta de que existen situaciones negativas, existe el dolor, el sufrimiento, la discriminación, la soledad, el pecado. Pero más allá de todo, tenemos muchos motivos para dar gracias a Dios. Pensemos en el amor que Dios nos tiene, a pesar de nuestros pecados, su bondad y misericordia que entrega cada vez que nos equivocamos en algo. Agradecemos a Dios por la vida, la salud, los bienes, pero sobre todo, tenemos la fe en Cristo, que nos anime en el camino y nos guía a través de la Palabra y los Sacramentos. Agradezcamos a Dios por todo lo que nos entrega cada día. La lepra era símbolo del pecado. El pecado corrompe nuestra alma, daña nuestras relaciones, nos aparta de Dios. Si tomáramos conciencia de nuestros pecados le pediríamos a Dios que nos sane, como los leprosos, y suplicaríamos el perdón de Dios, que sane nuestra alma y nos conceda la paz.
Dios quiere acogernos, no nos condena. Pidamos perdón a Dios por nuestros pecados y también agradezcámosle porque nos perdona gratuitamente. Lo único que el Señor nos pide es levantarnos, cambiar de vida y así llevar una vida nueva, reconciliados y amados por Él.
Pbro. Dr. Tulio Soto. Vicario General del Arzobispado de Puerto Montt.